Enrique se dibuja el cuerpo de forma permanente. Y piensa como muchos, que la eternidad del tatuaje lo protegerá de las maldiciones que no conoce. Enrique es un hombre iluso, tal vez, pero al mismo tiempo es tan apasionado, que puede ver como una tormenta se devora así misma en los límites del vaso donde fue forjada.
Y es por esa utopía tan extraña e inverosímil, que Enrique sabe que la evidencia más antigua de un Tatau (como dicen los Samoanos, que significa marcar o golpear dos veces), es la de un bigote dibujado sobre el labio superior de una momia que fue encontrada en las costas del Perú. Pero lo que no sabe este hombre común entre tantos hombres. Es que la momia peruana, es más antigua que la caída del Imperio Romano o que la propia resurrección de Cristo, o incluso, que la Grecia antigua donde se marcaban a los criminales para señalar su desprecio social, sin la necesidad de apuntalar sus figuras con el índice.
Sin embargo, Enrique ha descubierto en estos días de noticias virtuales, que dicha momia, no es tan vetusta como el místico y antiguo Egipto. Donde las mujeres lucían los dibujos en su cuerpo como un lienzo natural o tal vez sobrenatural, para convertirse en diosas intocables por lo hombres. O al contrario, como en la India, donde los tatuajes son ornamentos nupciales.
Pero, lo que no sabemos ninguno de nosotros, seres in-sabiondos y de poca fé humana (por que ha pasado a ser una fe ultra-tecnológica y hasta nano-tecnológica pero siempre astral), es que mientras la aguja penetra como picada de mosquito sobre la piel de Enrique. Otros seres humanos, conscientes de que el tatto es tan antiguo como la humanidad misma, lo miran, y lo bendicen como si estuviera preparándose para una batalla.
Y mientras la aguja entra en su cuerpo como una estilográfica que hiere desgarradoramente. Este ser orgánico, no domina en su cabeza, que el tatuaje lleva un rito de construcción y mística como lo hace un escritor lanzado sobre el papel en la cumbre de su mejor poema. Pues, muchas personas como él, se dibujan pensando que lo hacen para sí mismos. Sin darse cuenta, que caen en la esclavitud de su disfrute, que no es el disfrute para su ego, ni para el deleite universal del hedonismo, sino para la atención o dispersión de otros. En una catarsis proveída de causa y efecto, acción y reacción que no muere. Pues la catarsis, al igual que el tatuaje y la historia de las civilizaciones humanas, siempre ha existido. Y se ha reflejado en los rostros de aquellos que observan los cuerpos ofrecidos a la profanación del lienzo de cuero. A la admiración terrible de su espíritu como dueña del momento que define al artista del dibujo.
Y mientras la catarsis pasa como un manto de expresiones sobre otros, el subconsciente de Enrique construye una joven muchacha que camina hacia sí misma. Una joven atractiva y pálida como la leche que no logra pasar por negra, pues Enrique, no logra imaginarla negra. No porque sea racista, sino porque piensa que la belleza del negro está en su color de piel tan parecido al ébano y en la firmeza de su espíritu.
Y esa muchacha, de senos como peras jugosas, duras como el coco. Viene con una mariposa enorme a su encuentro. Viene con unas bellas alas que derriban la misericordia de dios en el camino que une las mamas. Viene con esa mariposa mediterránea y caribeña dibujada en su pecho como un animal indomable que busca el polen de los hombres, y en la punta de sus senos, la mayor de las obras, los ojos engañosos y falsos de las alas.
Y es, en ese lugar, tan fértil como la tierra arada, donde nace la mariposa. Desde allí, se contonea y muestra su figura. Como si el ángel volara hacia los cielos para nunca regresar, volando tan alto como Ícaro, mientras pasan los inviernos y la mariposa regresa a su lecho mamario igual que las algas marchitas cuando son abandonadas por el mar, y la vemos allí, olvidada sobre la arena, castigada por el sol. Muriendo en una horrible imagen de pechos rasgados y alas derruidas por el tiempo. Solo para quedar dormida a la espera de la muerte. Solo para quedar entre los senos que una vez tuvieron su gloria. Los senos como flores que recuerdan a Williams Carlos Williams y la fatídica estela de sus Asfódelos.
Pero la imagen, sin embargo, no termina en la muchacha. Se transforma y fluye como un hombre conocido para Enrique. Un hombre de todos los días. Su vecino más cercano, su hermano, su amigo más común. David su nombre. Un policía que siempre se cubría el torso para que las alas del Fénix en su espalda no escaparan de la piel. No echaran a volar y lo llevaran a la tierra de Dios para caer sobre el peso de su orgullo. Y no lo hacía por temor a que sus alas se derritieran en el intento como a Ícaro, sino por no saber cómo renacer de las cenizas. Porque David tenía su propia teoría sobre el asunto referido a los tatuajes, los ángeles y las aves mitológicas. Y ese hecho, no le permitía ser quien era como hombre. Sino más bien un hombre alado, infra-terrenal y terrible.
Por eso, cuando David murió, todos acordaron que el proyectil había escogido bien el punto de penetración en la carne. Que había atravesado el espacio que unía las alas como un torniquete. Que había entrado como un animal royendo la madera. Atravesándola sin más. Impulsado por la fuerza centrípeta que lo domina y arrasa. Impulsado por la esperanza misma que le daban las alas y los cielos al muerto.
Sin embargo, las alas, sean del Fénix o de la mariposa (partes de otro cuerpo o elementos sin cuerpo al fin), no lograron cumplir el deseo de sus víctimas. Y la teoría de renacer para escapar de sí mismo. De su vida cotidiana. De su habitual carrera contra los otros y por los otros, quedó inconclusa. Como inconclusa era la parte de su propio destino. Una sección de dibujo sobre el caballete de su cuerpo. Un cuerpo y un hombre. Un hombre que amaba el color de las formas. Un hombre apasionado por la tinta bajo la dermis. Un hombre simple y olvidado. Un ser humano. Un nombre.
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