
Hay viajes que planeas con detalle… y aun así te sorprenden en los momentos menos esperados. Este fue uno de esos: perfecto en casi todo, salvo por esas pequeñas aventuras que, al final, fueron las que le dieron sabor al recuerdo.
El restaurante con dos puertas… y una sola dueña furiosa

Imagen de Mariya Muschard en Pixabay
El día de los Catholic Music Awards, coincidió con el día en que estábamos conociendo el Vaticano, y como estaban cerca el uno del otro, y además era tarde, decidimos ir a comer por allí en un restaurante. Resulta que, antes de entrar a uno de ellos, le pedimos amablemente al mesero si era posible cargar nuestro teléfono allí. Él nos dijo que sí, que no había problema. Además, era peruano, así que podíamos comunicarnos perfectamente en español.
Entramos, le entregamos los teléfonos y le dijimos lo que queríamos ordenar. En eso escuchamos un alboroto desde la cocina, donde la señora encargada empezó a reclamar, al parecer porque había muchos teléfonos cargándose (bueno, de hecho, afuera no había espacio disponible; todos los enchufes estaban ocupados).
En eso la señora salió y dijo: “Mi dispiace, este lugar es para comer, no para cargar teléfonos”. Y nosotros dijimos: “Ok, perfecto, entonces nos vamos”.
Así que salimos del lugar desconcertados, porque ya habíamos hecho el pedido, y al final nos tuvimos que ir. Caminamos un rato, pasamos a otra calle y encontramos otra opción. Hicimos exactamente lo mismo: le preguntamos al mesero si podíamos cargar el teléfono mientras comíamos, y nos dijo que claro, que no habría ningún inconveniente (en perfecto italiano).
Pedimos lo que íbamos a comer y, al rato, escuchamos a la misma señora diciéndoles algo a los trabajadores. Nosotros quedamos muy confundidos, y resulta que nos habíamos metido al mismo restaurante, pero por otra entrada, porque era tan grande que podías entrar por una calle u otra.
Cuando nos dimos cuenta de que habíamos entrado al mismo restaurante, solo que por la otra puerta, no sabíamos si reír o escondernos debajo de la mesa.
Después de comer, la señora, que antes estaba furiosa, ahora nos sonreía con disculpas en los ojos, diciendo que por esas fechas (jubileo) había estado asistiendo mucha gente y que, a veces, llevaban más teléfonos que personas consumiendo. Nosotros le dijimos que tal vez era una oportunidad que podría aprovechar y quizá ofrecer ese servicio si quería cobrarlo, aunque quedó claro que su intención era vender comida, no ofrecer la oportunidad de cargar celulares.
Lo cierto es que el mundo es pequeñito, y a veces tiene dos puertas.
Una lección nocturna por 30 euros

Imagen de wal_172619 en Pixabay
Esa misma noche, después de los premios, tuvimos que devolvernos rápidamente hacia nuestro hospedaje, porque era tarde; sin embargo, corrimos con la mala suerte de que, al llegar a la estación de metro, el último transporte ya se había ido.
La estación era Anagnina, y sinceramente, no era el lugar más bonito de Roma. Sus alrededores se veían algo descuidados, con paredes grafiteadas, escaleras oscuras y un terminal de autobuses casi solitario. Solo se escuchaba el zumbido de las luces y el eco de nuestros pasos. A esas horas, Roma dejaba de ser la ciudad de las fuentes y el arte, y se volvía un escenario silencioso donde uno solo quería llegar a casa.
Empezamos a preguntarles a unas chicas que estaban allí esperando cómo podríamos hacer para llegar, pero ellas tampoco estaban muy claras. Eran ucranianas, aunque una de ellas estudiaba idiomas en la universidad y hablaba un poco de español. Estábamos felices de poder comunicarnos, y si el autobús no nos hubiera dejado, probablemente no tendríamos esa anécdota; así que, al final, lo mejor es lo que pasa.
Recuerdo que no sabíamos que eran ucranianas hasta que una de ellas me prestó su teléfono para tratar de pedir una carrera de taxi. Vi esa pantalla llena de letras extrañas y pensé: “¿Serán rusas?”. Después nos explicaron, se rieron y trataron de ayudarnos, pero teníamos problemas para tomar la carrera: no aceptaban pagos en efectivo y tampoco quería pasar mi tarjeta.
Mientras intentábamos resolver, se nos acercó un señor italiano a pedirnos un poco de agua. Obviamente le compartimos, y de paso le preguntamos si sabía cómo podíamos hacer para llegar a nuestro hospedaje. Nos comentó que, a pocos metros, había una parada de taxis, literalmente frente al metro.
No la habíamos visto porque estábamos en una parada de autobuses aledaña, y además, una pared nos tapaba la vista. Pero cuando nos acercamos al taxi y le dijimos en nuestro mejor italiano la dirección: “Via Montiglioni”, el conductor aceptó llevarnos y, además, nos cobró un poco menos de lo que marcaba Uber: 30 euros.
Me dolieron esos 30 euros, la verdad. Pero al menos llegamos sanos y salvos. El taxista incluso nos dejó justo en la puerta del Airbnb, cosa que no habría pasado si hubiésemos ido en autobús.
Y mientras abríamos la puerta, con los 30 euros menos pero el corazón tranquilo, entendí que a veces “casi perfecto” es mucho mejor que “perfecto.”

Conclusiones
Al final, esos momentos fueron los que hicieron que el viaje fuera “casi perfecto”. Porque los mejores recuerdos no están en lo que salió bien, sino en lo que salió casi mal y aún así terminó con una sonrisa.

Separator and banner: Designed by @ambarvegas on Canva | Icons: Icons8 | Translator: DeepL