Soy una persona que siempre piensa en hacer lo correcto, que siempre prioriza el bienestar de sus pacientes, más aún cuando su vida se encuentra bajo mi responsabilidad. Estamos conscientes que en el área de la medicina 2 más 2 no siempre es igual a 4, sin embargo es difícil explicar a un cliente cuando su mascota parece estar del todo bien, y de un momento a otro fallece abruptamente. ¿Fue un mal diagnóstico? ¿Fue una mala praxis? Lo cierto es que explicar y compartir ese duelo con los tutores no es nada fácil.
Aprender a manejar esta realidad es un desafío constante. La clave no está en evitar el fracaso, sino en aceptarlo como una parte inherente de nuestra profesión. El éxito en la veterinaria no se mide únicamente por las vidas que salvamos, sino por la compasión que mostramos, el apoyo que brindamos a las familias en sus momentos más difíciles.
Muchas veces los familiares se molestan y se muestran eufóricos (y con mucha razón), pero son cosas que no se pueden controlar del todo, y ese infortunio suele ser inevitable. El esfuerzo que hacemos detrás luego de la consulta es lo que me deja tranquilo de que se hizo todo lo posible, sin embargo siempre queda ese mal sabor de boca debido a la tristeza e impotencia de los familiares.
Nunca es fácil atravesar ese proceso.
Esta profesión nos exige ser fuertes y resilientes. No somos magos, pero hacemos lo posible para salvar a nuestros pacientes. Y en esos días en que las cosas no salen bien, lo más importante es recordar que hicimos todo lo que estuvo en nuestras manos. No siempre se trata de un final feliz, pero siempre podemos estar orgullosos de la dedicación y el amor con el que tratamos a cada paciente.