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Entre tu vida de adulto y los sueños de tu niñez existe un espacio que no se parece a nada que te contaran. No es un tramo recto, ni siquiera un camino que puedas recorrer de memoria. Es un territorio que se llena de madrugones, de colas largas, de conversaciones que se repiten en los pasillos del metro. A veces, mientras miro por la ventanilla empañada, veo cómo la ciudad me pasa de largo y pienso que de niña nunca imaginé este destino. Lo curioso es que no hay un instante exacto en el que dejé de perseguir lo que quería. Fue más bien una acumulación silenciosa de horas trabajadas, de decisiones que parecían pequeñas pero terminaron pesando tanto que me moldearon entera.
Bajo la rutina se esconden los restos de aquello que alguna vez quise. No me refiero a un recuerdo nítido, sino a esa sensación limpia de creer que todo era posible. Cada vez que acepto algo que no elegí de verdad, esa sensación se aleja un poco más. Y es extraño, porque hay días en los que trato de convencerme de que esto es suficiente. Que el sueldo a fin de mes, el techo sobre la cabeza y la calma de lo estable bastan. Pero basta con que me cruce con mi reflejo en la ventana de un bus abarrotado de trabajadores para entender que no es del todo cierto. Lo que una vez soñé sigue ahí, y se hace sentir más fuerte cuando intento ignorarlo.
Ciertas tardes tienen un peso distinto. El cansancio no se limita al cuerpo, sino que también ocupa el pensamiento. Me descubro repasando escenas antiguas: una habitación pequeña llena de dibujos, una voz que decía que podía ser lo que quisiera, la certeza ingenua de que la vida siempre iría hacia mejor. Ahora sé que esa certeza era un lujo que no se repite. Lo que queda es esta versión de mí que sabe calcular riesgos y hacer cuentas antes de cualquier impulso. Y sin embargo, en esos días pesados, una parte de mí sigue intentando imaginar qué pasaría si dejara de cumplir con todo lo esperado y empezara a buscar algo distinto.
Algunos aseguran que el equilibrio es la clave, que se trata de encontrar un punto medio entre lo que soñaste y lo que lograste. No sé si es así de simple. Hay días en los que incluso el punto medio se siente como un terreno vacío, y otros en los que un pequeño destello basta para devolverme algo de esperanza. Puede ser una canción que escucho de camino a casa, la sonrisa de alguien que no esperaba, o la luz de la tarde cayendo de una forma que me recuerda que el tiempo pasa sin pedirme permiso. Esas chispas no cambian el rumbo entero, pero me recuerdan que no todo está decidido.
Finalmente, entre lo que fui y lo que soy hay un lugar que no es del todo pérdida ni victoria. Es un espacio lleno de fragmentos que me pertenecen aunque no sean perfectos: las renuncias que hice sin darme cuenta, las pequeñas conquistas que nadie celebró, las rutas que tomé pensando que eran temporales y que se volvieron permanentes. Vivir ahí es aceptar que no todas las promesas de la infancia sobreviven, pero también que no todas merecen morir. Tal vez la clave esté en seguir mirando por las ventanillas abarrotadas con la idea silenciosa de que en cualquier momento podría bajarme antes de llegar al final del recorrido.
Between your adult life and the dreams you had as a child lies a space no one ever warned you about. It is not a straight road, not even a path you can memorize. It is a territory built out of early mornings, long lines, and conversations that keep repeating in crowded subway corridors. Sometimes, as I stare through the fogged-up train window, I watch the city slip by and realize that as a child I never imagined this ending. The strange thing is there was never one exact moment when I stopped chasing what I wanted. It was more like a quiet accumulation of worked hours, of choices that seemed small but ended up weighing so much they shaped me completely.
Underneath the routine lie the remnants of what I once wanted. I am not talking about a clear memory, but that clean feeling of believing everything was possible. Every time I accept something I did not truly choose, that feeling drifts further away. And it is strange, because some days I try to convince myself that this is enough. That the paycheck at the end of the month, the roof over my head, and the calm of stability are all that matter. But all it takes is catching my reflection on the bus window, surrounded by other workers, to understand it is not entirely true. What I once dreamed of is still there, and it grows louder when I try to ignore it.
Some afternoons carry a different weight. The fatigue is not just in my body but in my thoughts. I catch myself replaying old scenes: a small room covered in drawings, a voice telling me I could be whatever I wanted, the naive certainty that life would always get better. Now I know that certainty was a luxury that does not repeat itself. What is left is this version of me that calculates risks and runs numbers before any impulse. And yet, on those heavy days, a part of me still tries to imagine what would happen if I stopped doing everything expected of me and started looking for something else.
Some say balance is the key, that it is about finding a middle ground between what you dreamed and what you achieved. I am not sure it is that simple. There are days when even the middle ground feels like empty land, and others when a small spark is enough to bring back a bit of hope. It might be a song I hear on my way home, the smile of someone unexpected, or the way the evening light falls in a reminder that time passes without asking for permission. These sparks do not change the entire course, but they remind me that not everything is already decided.
At the edge of things, between who I was and who I am lies a place that is neither all loss nor all victory. It is a space full of fragments that belong to me even if they are not perfect: the renunciations I made without realizing, the small triumphs no one celebrated, the roads I thought were temporary but became permanent. Living there means accepting that not all childhood promises survive, but also that not all deserve to die. Maybe the key is to keep looking through those crowded windows with the silent thought that at any moment, I could step off before reaching the last stop.