Cuando la palabra no acaricia, perfora Existen palabras que no se dicen, se desenvainan. No acarician: cortan, despiertan, redibujar el mapa emocional de la persona que las recibe. No son sonido, ni texto, ni adorno. Son juicio, son ritual, son cuerpo. Y si se pronuncian con voluntad, no se escuchan: se quedan.
Yo no escribo para ocupar espacios. Eso es haragán. Escribo para vaciarme. Para que lo que arde encuentre forma. Para que lo que callo tenga voz sin traicionar mi silencio. Porque el lenguaje no es solo herramienta: es coreografía emocional. Cada frase que elijo, cada pausa, cada giro sintáctico, tiene el peso de una marcha. No se lanza al aire: se coloca. Se dirige. Se afila.
Al igual que en una formación cada paso es intencional, cada palabra es ritmo. No se improvisa lo que conmueva. Escribir no es pedir que me entiendan. Es pedir que me sientan. Que la frase se convierta en eco, en sombra, en espejo. Que quien la lea no solamente la lea, sino que la lleve consigo, como una insignia invisible.
Hay frases que visten. Que cubren heridas, que revelan deseos. Cuando diseño un uniforme, pienso en cómo se ve. Cuando escribo, pienso en cómo se siente. Porque el lenguaje también es vestuario. Puede ser armadura o desnudez. Puede proteger o exponer. Y en cada palabra que escojo hay una textura emocional, una intención estética, una forma de narrar sin mostrar.
A veces escribo para castigar. A veces para perdonar. Porque el silencio no siempre es respeto. Y la palabra no siempre es ruido. Hay momentos en los que una frase bien dicha puede ser más certera que un grito. Más leal que un gesto. Más definitiva que una decisión. Porque el lenguaje tiene memoria, y cuando se usa con conciencia, se convierte en destino.
He aprendido que no todas las palabras valen la pena pronunciarse. Algunas tienen que ser ensayadas en privado, como una marcha que todavía no se dará. Otras tienen que ser disparadas con precisión, como un mandato que no se discute. Y otras, las más difíciles, tienen que escribirse con sangre simbólica, porque son hijas del deseo, de la nostalgia, de la inquietud entre lo que fue y lo que se decide ser.
No escribo para convencer. Escribo para testificar. Para que el que me lea entienda de que allí hubo fuego, hubo juicio, hubo lealtad. Que cada palabra sea una elección estética y emocional. Que no hay frase inocente cuando se escribe desde el compromiso.
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