Nada más apareció por la puerta los muchachos salieron a recibirlo con alegría. Él estaba cansado, con ganas de llegar a sentarse en su sillón y ver un rato la tele. Pero al verlos recordó sus obligaciones. No podía pasar por alto el hecho de que ahora estaba solo y debía hacerse cargo de todo.
Preparó la comida. Ellos estaban esperando, impacientes. La fórmula era simple: no debía mirarlos a los ojos. Así había sobrevivido todo este tiempo. La casa estaba llena de figuras de piedras, hombres y mujeres, que se descuidaron y se fijaron en esos ojos deformes.
Aunque era mucha la curiosidad, recordaba esa regla. Su única posibilidad de seguir con vida era, después del desayuno, irse y volver a la hora del almuerzo, irse y regresar a la cena y descansar.
La noche era el único momento donde podía disfrutar de cierta paz y tranquilidad. Cuando ya se quedaba solo, veía la tele. Era su escape, su ventana a lo que sucedía fuera, mientras él seguía atrapado en aquella casa con esas criaturas que no podía distinguir.
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Las historias cuentan que nadie entraba en aquella casa. Los mayores decían que estaba habitada por fantasmas. Otros decían que había criaturas horribles que petrificaban a quienes se atrevieran a mirarlos.
"Como el cuento de medusa", dijo uno. El hombre sonrió. "Se dice que hubo una sola persona que pudo sobrevivir". seguía con su relato, "pero el precio fue tan alto que tuvo que dejar de contemplar la belleza del mundo".
"¿Y qué hizo? ¿Qué le pasó?" Preguntó otro.
El hombre, con su sonrisa triste, quitándose los lentes oscuros que cubrían sus ojos, dijo, mirando al vacío de sus vacíos ojos: "Decidió quedarse ciego para no volverse de piedra".
Los niños salieron asustados. El hombre se levantó y volvió a la casa, a atender a aquellos seres que nunca salieron y de los que más nunca nadie volvió a escuchar.
