Dormí con el arrullo de la lluvia en Santa Elena. Desperté temprano con el canto de los pájaros.
Salí a buscar desayuno y provisiones, pero regresé pronto. Estábamos listos para salir hacia Pacaraima, rumbo al cruce fronterizo.
El grupo, animado, se notaba lúcido después del descanso. Y así, sin mucha ceremonia, salimos.
No sé si Santa Elena es una ciudad rara o una versión selvática de lo que alguna vez fue Cumaná.
El camino fue hermoso. Un paisaje vivo. La carretera, generosa.
Hacer el trámite con las autoridades venezolanas fue rápido, pero tenso. No había fila. Todos ya estaban del lado brasilero.
Gochos, maracuchos, barloventeños, cumaneses, anzoatiguenses, margariteños… en fila para salir de Venezuela.
Porque, al parecer, Venezuela se ha vuelto un país ajeno a sí mismo. Un país que ya no se parece ni al mañoco ni a la arepa.
Una patria sin nación propia, dispersa por el mundo como si fuese la nueva simiente de la humanidad.
Allá andan… enseñándoles a gringos, nobles y europeos a hablar con sinceridad. Repartiendo pragmatismo, buen humor y humildad.
Demostrando capacidades inmensas de trabajo, educación y resiliencia.
Todo eso, aprendido a punta de esfuerzo, de miedo, de dolor.
Sostenido solo por una cosa: el apego profundo a la dignidad.
Ya están en Brasil. Pero no paran allí. La brújula apunta más lejos.
Ya sabes… la costumbre de que nada es fácil para nosotros. Siempre un poquito más. Para ser mejores.
Para ser.