Empecé a escribir como dicen en mi pueblo: como lancha cochera. Así le llaman en Margarita a las lanchas que van rapidito hasta la isla de Coche. Ligerita, veloz, motivada. Enardecida de palabras, de hechos, de emociones. Prometí escribir todos los días. Prometí salir del dolor.
Y aunque lo he cumplido —aunque escribo a diario algo breve, algo con fotos, algo que no se mete hondo—, hay un ruido que no me deja tranquila. Tengo ideas, muchas. Pero hay algo que me frena.
Quizás sea que ya no quiero hurgar tanto en lo íntimo. Quiero escribir lo otro: lo productivo, lo agradable, lo encantador. Reflexiones que sonrían. Anécdotas, ocurrencias, casualidades que se sienten como milagros. Necesito que brote el manantial del amor bonito, lo sensorial. De cara al sol, cabellera al viento, destacar los colores, la sonrisa… y a Dios.
Pero también hay otro factor: el vivir. Lo cotidiano. Fuente infinita de inspiración, sí… pero también de excusas y ocupaciones que posponen mi travesía.
Las obligaciones, la rutina, las invitaciones. Aunque están bajo mi control (temporal o del tiempo), bien sabemos que en este país estamos a merced de los servicios y otras cosas incontrolables. Es difícil escribir viviendo.
Siempre hay una excusa, una salida, una ocupación, una deficiencia. Así me lleve a donde voy el lápiz y el cuaderno, la vida busca distraerme sin piedad.
—¡Epa, loca! Suelta ese lápiz. Mira pa'cá… se te acabó la harina y el café. ¿Qué vas a hacer? ¿Los vas a inventar a punta de grafito y papel? Mira, aquí está tu pasaje, ve al chino a comprar…
Entonces, voy.
Llego al supermercado, decidida, buscando ir directo donde están la harina y el café, pero me tropiezo con la tentación: Una gelatinita no me viene mal, ¿verdad?
Compro. Me siento a degustar. Llega la vida social. Me mete aquella zancadilla con un par de horas de tertulia con gente. Amigos que hacen lo mismo que yo en el supermercado: sobrevivir y conversar.
Por fin salgo, pienso: mejor voy caminando, así me ejercito.
¡Y pum! Otra más.
Llego a casa entusiasmada con la idea de escribir, pero también ejercitada. Me ladra Elthon mi perro, veo que no tiene agua. Le sirvo. Ahora sí, subo rapidito buscando sentarme frente al escritorio.
Ah, pero mientras decido si escribo con laptop o a mano, me voy a tomar un cafecito que acabo de comprar. Monto la cafetera eléctrica, busco mi taza y casi saboreo el éxito de mi aventura para sentarme —por fin— a escribir.
Arrimo la silla. Bajo a Turrón, mi gata. Le hago un mimito. “¡Qué linda estás!”, le piropeo. Le tomo una foto, justo cuando la pantalla de la compu se abre luminosa con su cantito: tin ton ton tun.
La foto quedó tan linda que la subo a Instagram. De paso, le pongo sus etiquetas, su hashtag y todo.
Bien.
Ahora respiro profundo, apago redes con la media lunita del celular… Y adivina: Te dejo a ti al final.
No escribí todo lo que quería, pero escribí. Y eso, aunque sea poquito… es vivir bonito.
P.D.: saludos de Turrón.