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Tendido en un hueco del pavimento, hizo un gran esfuerzo para levantar su torso del suelo y dirigir su mirada hacia la iglesia al otro lado de la calle; el gran reloj marcaba las 9 acompañado del tradicional campanazo horario. El rugido de un motor le hizo girar su cabeza en dirección a la calle mientras el semáforo cambiaba de color y un gran autobús aceleraba sin darse cuenta de su presencia.
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Había sido invitado por un par de amigas a Mijagual, un pueblito rural de los llanos venezolanos, de esos donde los mitos y las leyendas se mezclan con la realidad, donde las supersticiones reinan, y donde sí o sí hay que creer y obedecer a los viejos, quienes tiene un conocimiento ancestral heredado de generación en generación.
Típico pueblo rural llanero, con sus calles de tierra amarilla y grandes extensiones de terrenos, con parcelas agrícolas y crianza de animales en sus alrededores, llenos de gente humilde y servicial, donde una taza de café no se le niega a nadie y, si las posibilidades lo permiten, acompañada de un buen trozo de pan.
Luego de transitar por la carretera principal, un devío conducía a un poblado de pocas casas. El viejo autobús pasó frente a una antigua iglesia con fachada de piedra, coronada con un enorme reloj redondo, que en un país donde pocas cosas funcionan, extrañamente marcaba la hora exacta.
Al otro lado de la calle había una larga y alta pared de ladrillos de barro semi derruidos por la antiguedad y las inclemencias del tiempo, con una antigua puerta de madera pintada de verde. Quizá una vieja propiedad privada de algún terrateniente o un cementerio, quién sabe.
De resto, solo casitas de ladrillos de barro con techos de zinc oxidados y callejuelas polvorientas transitadas mayormente por bicicletas y uno que otro peatón, sin faltar una manada de perros callejeros ladrando al único autobús que religiosamente pasaba poco antes de caer la tarde, y del cual ese día descendió Eloy con su par de emocionadas amigas.
Suena tonto emocionarse por llegar a un pueblito distante y abandonado, sin las comodidades y facilidades de la ciudad, pero el hecho de que allí vivieran los padres de una de ellas y la abuela de la otra hacían de esa visita un momento especial y único esperado cada año.
La abuela de Ángela, doña Consuelo, era una mujer mayor de piel oscura tostada por el sol y brazos fuertes, quizá por la rutina de pilar el maíz para hacer las arepas que no faltaban en ninguna de sus comidas. Su actitud silente y su mirada penetrante eran características de una persona sabia que guarda grandes secretos y quien solo habla cuando lo considera necesario y prudente.
*-Bienvenidos a esta humilde tierra de sombras: mi hogar. Ya saben lo que siempre les digo* -enfatizó con voz ronca y tajante- *pueden hacer lo que sea e ir a donde quieran, pero jamás crucen la puerta verde que conduce al pueblo antiguo*.
Aquella sentencia no hizo más que reavivar la curiosidad de Eloy, que no había dejado de pensar en esa larga y antigua pared que dividía el pueblo en dos mitades y en cuyos predios habían descendido del autobús la tarde anterior.
Los días transcurrían tranquilos y entretenidos, con visitas a los ríos y conucos, cortando plátanos, topochos y ocumos, pescando y cazando gallinetas salvajes para los sancochos, así como las reuniones nocturnas al son de un cuatro charrasqueado y las maracas que marcan el ritmo de esas canciones que se cantan desde el alma con un tono lastimero característico de los pobladores.
La semana transcurrió con normalidad, relajada y sin novedades; pero, faltando un día para el retorno a la ciudad, Eloy se levantó temprano, se lavó la cara en una ponchera, se sirvió café en una taza grande de peltre y se sentó frente a la cocina con la mirada perdida, como quien intenta ver a través de las paredes.
Doña Consuelo, que había estado atizando el fuego en el fogón donde ya estaban montadas sus famosas arepas, sin levantar siquiera la mirada le dijo con su marcada voz:
*-La curiosidad es algo innato de los seres vivientes, hasta los animales son unos bichos curiosos, pero siempre están alertas ante lo desconocido. Yo no le voy a prohibir que haga lo que le está dictando su terco corazón, pero sí le advierto que si cruza la puerta verde, no regresará siendo el mismo, si es que logra volver*.
*-No se preocupe mi doñita* -dijo Eloy con tono amable- *yo solo voy a salir a comprar unas empanadas para las muchachas que quieren comer algo distinto*.
Se tomó el último sorbo de café y salió sin rumbo fijo sacudiendo el polvo de las calles con cada paso. Luego de dar vueltas aleatorias terminó en el sendero que conducía hacia la iglesia. Al frente, la puerta verde en el muro de piedras estaba abierta, como una invitación a lo desconocido, y un anciano encorvado estaba sentado en una banqueta en el pórtico.
Con paso inseguro y con las palabras de doña Consuelo retumbando en su cabeza como un oráculo, Eloy se acercó al anciano y le preguntó dónde podía encontrar una venta de empanadas. El anciano lo miró fijamente como quien puede ver el pasado y futuro en los ojos de una persona, y le respondió con simpleza: *cruza la puerta y avanza quinientos metros, luego cruza a la izquierda y avanza otros cien metros y ahí verás una tienda de abarrotes. Son las mejores empanadas que encontrarás, no te vas a arrepentir*.
Eloy, algo inseguro, puso un pie en el borde la puerta, volteó por última vez y vio las agujas del reloj de la iglesia marcando las 9, sonó un campanazo y cruzó la puerta.
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El otro lado estaba oscuro y frío, sentía el cuerpo un poco pesado y se le dificultaba caminar, pero ese sendero le recordaba los caminos que en su infancia recorría en el pueblo de sus abuelos, cuando la madre lo mandaba a la bodega a hacer algún mandado.
Avanzó despacio según las indicaciones del anciano, recordando y rememorando aquellos inolvidables días de antaño, cuando lo único que importaba eran los juegos y las meriendas. Así, imbuido en sus pensamientos de la infancia llegó a la bodega. Ese lugar no le era desconocido, estaba en "El Gato Verde", donde su abuelo vendía las mejores empanadas que había probado en su vida.
Estaba boquiabierto, pues el propio nono le estaba despachando el pedido. Miró la estantería y vio los trompos de madera con rayas rojas y azules que tanto le gustaban, los bocadillos de plátano y un bold con envoltorios de papel acerado con un fuerte olor a chimó; atrás estaba el barril donde almacenaba el guarapo de caña. Todo era tan real, hasta las alpargatas de cuero de vaca con su pelaje bicolor que solía usar el abuelo.
Confundido y con lagrimas de emoción en sus ojos, tomó la bolsa gracienta de empandas y emprendió la vuelta a casa de sus amigas.
El retorno resultó algo tortuoso. La pesadez de su cuerpo apenas le permitía moverse, lo cual lograba aferrándose a las paredes y avanzando paso a paso. El camino se hacía eterno y laberíntico, teniendo que pasar incluso por dentro de algunas viviendas y encontrándose a veces en callejones sin salida. Estaba perdido y ya no estaba seguro de encontrar la salida.
Luego de horas, según su percepción del tiempo, vio a lo lejos la luz proveniente de la puerta verde, y casi sin fuerzas logró llegar hasta allí. El anciano aún permanecía sentado en su taburete, y en una especie de trance le dijo: *Tempus solum in mente est. Ibi conveniemus*.
De un salto atravesó la puerta y fue como si se quitara un peso de encima, al punto de que salió volando por los aires y cayó de boca contra el pavimento, rodando hasta una alcantarilla destapada donde quedó atorado.
Levantó la mirada y la calle estaba plagada de autos enloquecidos tocando las bocinas; la gente caminaba en diferentes direcciones sin importarle que él estuviera tendido en el medio de la calle. A lo lejos podía ver edificios y comercio, y en el fondo de ellos divisó la antigua iglesia de fachada de piedra. El reloj aún marcaba las 9 cuando retumbó en sus oídos el tradicional campanazo horario.
Levantó la cabeza en dirección opuesta y un golpé seco le apagó la mirada.
--Texto de mi autoría E.Rivera--
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