
La Retórica de la Piel
I.
Lorenzo había agotado el léxico entero de la galantería clásica. Frente a Clara, una mujer de ojos de basalto y una indiferencia que le resultaba tan atrayente como el filo de un precipicio, había desfilado su repertorio: le había ofrendado un soneto alejandrino en cada cita, le había enviado rosas y orquídeas raras envueltas en pergamino, había disertado durante horas sobre la metafísica del amor, cuidando cada inflexión de su voz, cada doblez de su pañuelo. Él era el último caballero, el "Romántico Empedernido" que la gente murmuraba a sus espaldas, y estaba orgulloso de su cruzada por su corazón. —Clara —dijo aquella noche en el umbral de su casa, bajo la luz mortecina de un farol, tomando su mano con la delicadeza de quien toca un cristal de Murano —. Mi alma es un jardín donde solo floreces tú. taciturno, melancólico, con sedosa vos y aliento a menta, Permíteme ser la lluvia, el sol, el aire que nutra esa flor que eres, recordando alguna de las bachatas que ella solía escuchar... Clara retiró la mano con un gesto rápido, como si el contacto le hubiera quemado, y lo miró de arriba abajo con una expresión de tedio que se convirtió en una mueca afilada. —¿Tu alma es un jardín, Lorenzo? —Su voz era un látigo trenzado de cable 12 quemado—. Es un invernadero. Uno donde el aire es denso y viejo. Eres un eunuco de la palabra, un poeta de salón, incapaz de una pasión que no esté encuadernada en cuero. Llevas meses vendiéndome una novela de caballerías, cuando lo único que yo busco es un acto de barbarie, un incendio. Lo tuyo es tan predecible, tan... estéril. —Vuelve cuando te atrevas a ser hombre y no un figurín mijo— le replico su Dulcinea.
II.
El insulto lo golpeó no en el rostro, sino en el centro del pecho, en ese orgullo lírico que había cultivado con tanto esmero. Vio sus sonetos caer hechos cenizos, sus camelias marchitas, su impecable escultura idílica de mármol se fisuro, brotó algo crudo, algo animal que él había reprimido toda su vida. Sus ojos, que antes reflejaban la luz de la luna, se oscurecieron. Se acercó a ella en un solo paso brusco, invadiendo su espacio personal, y el aroma a lavanda y libros viejos que lo acompañaba se desvaneció, reemplazado por la sudoración de la rabia, el almizcle de la testosterona. —¡Basta de rimas, maldita sea! ¿Quieres barbarie? Pues óyela. ¡Mi verso es el gemido, y mi oda tu garganta tragándose el silencio de todo este puto teatro! —Su voz, antes meliflua, era ahora ronca gutural, una lija en la oscuridad. Él había soltado las compuertas de la represa que contenías todas las galimatías de las frustración del des amor, de corazón roto y otras desventuras, la lengua de la carne—. Yo no quiero nutrir tu flor, Clara. ¡Quiero... quiero sembrártela en tu maceta pérfida! Quiero que este farol ilumine el sudor del esfuerzo de tu garganta; que empape tu espalda contra este muro. Quiero que me digas dónde coño poner mi boca, mi lengua, mis manos que ahora tiemblan de una ansiedad que no es lírica, es viril. ¿Quieres fuego? ¡Abre las piernas y déjame ser la candela que llene todo tu ser tapiando tos tus huecos, te voy a chupar hasta los huesos! ¡Olvídate de mi nombre y dime dónde te urge que te rompa la cadera! Clara no retrocedió. se quedó mirándolo a los ojos, su mandíbula desencajada dejo brotar un hilo de saliva que colgó de su labial rojo... La sorpresa inicial se había disuelto en un vapor espeso de excitación. Sus labios se abrieron lentamente humedeciendo su hilo, ahora parecían brasas al rojo vivo. Aquel lenguaje sucio, desprovisto de toda belleza formal, era el único soneto que ella había deseado escuchar. El hombre de la armadura había caído, revelando al depredador debajo que empujaba su minifalda desde la bragueta del pantalón.
III.
—¿Aquí? —susurró ella, la voz más baja que el crujido de la grava bajo sus pies. —Aquí —respondió Lorenzo, cuyo nombre ya no importaba. La agarró por la cintura, no con delicadeza, sino con una necesidad que hundió sus dedos en la tela fina de la licra del top. La empujó contra la pared de piedra, y el sonido sordo del impacto fue su nueva y única melodía. El beso que le siguió no fue un encuentro de almas, sino una colisión de bocas hambrientas exploradas por lenguas ajenas de las otras llenas de egoísmo; intento desesperado por tragarse el aliento del otro. El resto de la vestimenta se volvió un estorbo. Los lujos inútiles se deslizaron de sus cuerpos. Ella, jadeante, le sujetó la cabeza con ambas manos, guiándolo con una autoridad que no dejaba lugar a la cortesía. —¡Quítame el sostén, arráncalo de una vez! —ordenó ella, y la orden era un clamor, una confesión de su alma—. Y luego haz que me olvide de tu nombre con tu lengua. Usa toda esa maldita vulgaridad que cuelga en tus piernas, eso que tienes guardado ahí abajo. Él no necesitó más indicaciones. La pared estaba fría contra su piel desnuda, pero el calor que emanaba de ella era un horno que lo consumía. No había más poemas, solo jadeos rotos, el roce húmedo de la piel contra la piedra y contra la piel, un lenguaje universal que no requería ni rimas ni métrica, solo la profunda y salvaje retórica de la piel gritando su deseo en la oscuridad. Así al día siguiente un peatón incauto paso por la farola frente la casa de una señorita y en el piso un sostén un hilo dental y un preservativo usado dejado abandonados como abandono lorenzo la poesía y los versos.

Fin del post Gracias por leer mi post.