Aprender a soltar: el mayor acto de amor propio

@esalazar26 · 2025-08-06 21:42 · Literatos

Él no era el tipo de hombre que hablaba de amor. No porque no lo sintiera, sino porque nunca lo había experimentado de verdad. Su vida sentimental estaba marcada por relaciones casuales, encuentros sin compromisos ni ataduras, donde cada quien sabía a lo que iba y se retiraba sin más. Podría parecer frío o calculador, pero no lo era. Era un buen tipo, trabajador, amable, con su dosis de humor y un carácter que hacía llevadera cualquier jornada en la oficina. Se sentía cómodo, sin sobresaltos. Quizás demasiado cómodo. Vivía en esa conocida y peligrosa zona de confort.

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En su entorno laboral, había una figura que, sin buscarlo, comenzaba a colarse en su rutina: una compañera de rostro serio, silenciosa, de esas personas que no hablan por hablar. Ella era un misterio... y los misterios, a veces, nos llaman más que las certezas.

No hablaban mucho. Solo lo justo, lo necesario, lo profesional. Pero en ciertas actividades extracurriculares de la empresa, cuando las corbatas y los informes quedaban a un lado, ella era otra. Sonreía, incluso reía. Conversaba con una copa en la mano y una chispa distinta en los ojos. Aun así, él prefería observar desde lejos. No se atrevía a irrumpir en su espacio, quizás por respeto… o por miedo.

Fue por un compañero que terminaron compartiendo mesa en la cafetería. Una coincidencia forzada, pero bendita. Él, nervioso, apenas comía, sin saber qué decir hasta que una pregunta lo obligó a hablar. Respondió con una broma, como solía hacer para esconder la timidez, y contra todo pronóstico, ella rió. Rió de verdad. Ese momento rompió el hielo que tanto los había distanciado.

Desde entonces, comenzaron a hablar más. Intercambiaron números. Al principio, mensajes triviales, luego charlas más personales. Surgía algo más que amistad, pero ambos sabían que estaban en un terreno complicado. Las relaciones dentro de la empresa no eran bien vistas, así que cualquier acercamiento era medido, cuidadoso, casi clandestino.

Ella vivía cerca, y él comenzó a llevarla a casa después del trabajo. En esos trayectos, compartían música, risas, y silencios que no pesaban. Ella tenía una personalidad muy marcada, gustos intensos —metal pesado, moda alternativa, una actitud fuerte—, pero a él eso le gustaba. Más aún cuando conoció a su familia y escuchó a la madre decirle con una mezcla de calidez y advertencia: "Ella es dura, pero es buena mujer."

Con el tiempo, se volvieron cercanos. Pero, por alguna razón, la relación nunca se formalizó. No por falta de deseo de él. Era ella quien ponía límites invisibles pero firmes. A pesar de todo, él la admiraba profundamente: una mujer independiente, emprendedora, que se había construido sola y tenía su propio espacio, literalmente. Él deseaba que ella se abriera emocionalmente, que le permitiera estar, sentir, compartir de verdad.

Pero la realidad era otra. Lo más parecido al afecto que recibía de ella venía solo cuando el alcohol suavizaba sus barreras. En sobriedad, era fría, distante. No había caricias, ni besos, ni gestos que hablaran de ternura. Y eso dolía. Hubo un momento de quiebre, un conflicto que terminó por congelar lo poco que quedaba de esa relación casual. Desde entonces, todo se volvió una amistad forzada, una relación suspendida en el limbo de lo que pudo haber sido.

Él intentó aún, a su manera, tocar esa puerta cerrada. Esperaba que ella se diera cuenta, que le permitiera entrar. Pero ella no lo hizo. Y mientras él seguía en esa espera silenciosa, la vida le tenía preparada otra historia.

Con el pasar de los meses, apareció otra mujer. Y fue diferente desde el inicio. No hubo juegos de adivinanza ni emociones encriptadas. Ella se mostró tal cual era desde el primer mensaje, desde la primera charla. Y cuando finalmente estuvieron a solas, conversando sin máscaras ni silencios incómodos, él entendió que eso era lo que había estado buscando todo ese tiempo. No se sintió culpable, porque con la anterior nunca hubo algo formal. Pero sí sintió una especie de alivio. Como si, por fin, su corazón pudiera descansar.

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A veces, uno se aferra a la idea de romper las murallas de alguien, convencido de que detrás hay un tesoro reservado para uno. Pero no siempre es así. Hay corazas que no quieren romperse. Y en ese proceso de insistir, uno termina olvidándose de sí mismo.

Porque el amor, por más que a veces duela, no debería sentirse como un campo de batalla. El cariño no debería ser una excepción embriagada. El afecto no se ruega. Y uno no debe mendigar lo que debería nacer con naturalidad.

Aprendió, entonces, que hay que soltar. Que hay que quererse lo suficiente como para no insistir donde no hay reciprocidad. Que la vida, de forma misteriosa y sabia, sabe cuándo es tiempo de dejar ir y cuándo es momento de recibir lo que verdaderamente se merece.

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