¿Qué tal? Espero que todos se encuentren muy bien. Hoy quiero compartirles una experiencia que viví recientemente y que, aunque puede parecer sencilla o incluso anecdótica, me dejó pensando mucho sobre los cambios generacionales, los roles en el hogar y la manera en que nos relacionamos con ciertas responsabilidades cotidianas.
Hace unos días, mi esposa me contaba una conversación que tuvo con una compañera de trabajo. La charla giraba en torno a un problema doméstico que su compañera había tenido con su esposo: un gasto extra por unas reparaciones en la casa que los llevó a discutir un poco. Hasta ahí todo normal, pero lo interesante fue lo que ella le comentó a mi esposa.
Su compañera le dijo que extrañaba tener un hombre en casa, pero no se refería a su esposo como tal, sino a la figura de su padre. Mi esposa, un poco confundida, le preguntó a qué se refería, y la respuesta fue clara: “Mi papá era el típico hombre que siempre se encargaba de arreglar todo en casa. Si se dañaba una tubería, él la reparaba; si había que clavar, medir o armar algo, ahí estaba él con sus herramientas”.
Al escuchar eso, mi esposa no pudo evitar hacer la comparación con su propio padre, mi suegro, quien también pertenece a esa generación de hombres que parecían tener un talento natural para las reparaciones del hogar. La conclusión a la que ambas llegaron fue que, en gran medida, los hombres de las nuevas generaciones —desde mi edad, 35 años, hacia abajo— ya no solemos involucrarnos tanto en esas tareas y preferimos pagar a alguien que lo haga.
Cuando mi esposa me lo contó, debo confesar que me incomodó un poco. No porque no fuera cierto en parte, sino porque sentí que, de alguna manera, tocaba mi ego masculino. Me pregunté a mí mismo: “¿Será que no soy lo suficientemente ‘hombre’ por no arreglar todo en casa?” Esa idea me dio vueltas en la cabeza.
Yo, con mis 35 años, me considero perfectamente capaz de realizar labores de reparación. Pero cuando intenté defenderme, mi esposa, con toda su lógica, me respondió: “¿Con qué herramientas? Si aquí no tenemos nada más que unos destornilladores”. Y ahí sí, me dio donde dolía. Porque tenía razón. Desde que nos mudamos, hace unos meses, no he comprado herramientas, y salvo el mueble de la televisión que armé con paciencia y orgullo, no ha habido necesidad de hacer nada más.
En ese momento me di cuenta de que mi incomodidad era más un choque de orgullo que otra cosa. Reflexionando, recordé que mi propio padre sí era de esos hombres que hacían de todo: plomería, construcción, carpintería. No porque hubiera estudiado algo relacionado, sino porque pertenecía a una generación en la que muchas de esas habilidades se aprendían de manera empírica, observando, practicando y, muchas veces, resolviendo sobre la marcha.
Claro, también había quienes hacían las cosas de manera apresurada o sin mucho detalle, a quienes en mi país solemos llamar “chambones”. Es decir, personas que pueden resolver el problema, pero lo hacen tan a la ligera o con tan poco cuidado que, a la larga, la reparación termina saliendo el doble de cara. Quizás esa fue una de las razones por las que hoy muchas personas prefieren pagar a profesionales para tener cierta garantía de que el trabajo quedará bien hecho. Aunque, seamos sinceros, también existe el riesgo de pagar por un mal trabajo, lo que nos lleva otra vez al dilema.
Lo que me quedó claro de toda esta reflexión es que los roles y expectativas cambian con el tiempo. Antes parecía ser un rasgo definitorio de la masculinidad saber usar una caja de herramientas y ser “el reparador oficial” del hogar. Hoy en día, con los cambios en la sociedad, el acceso a servicios especializados y la vida acelerada, muchos preferimos invertir en alguien que se dedique a eso, mientras nosotros enfocamos nuestras energías en otros aspectos de la vida.
Sin embargo, también reconozco que hay un valor simbólico en saber hacer ciertas cosas por uno mismo. No se trata solo de ahorrar dinero, sino de la satisfacción de resolver una necesidad con nuestras propias manos, de sentir que podemos ser útiles en esos pequeños grandes detalles que marcan la diferencia en la vida cotidiana.
Por eso, después de todo este enredo de ideas y emociones, tomé una decisión sencilla pero significativa: voy a comprar una caja de herramientas. No para competir con la generación de mi padre o mi suegro, ni para demostrar nada a nadie, sino porque quiero estar preparado para las pequeñas eventualidades que puedan surgir en casa. Y quién sabe, quizás con el tiempo me anime a aprender y practicar más de esas habilidades que, más allá del ego, nos conectan con una parte práctica y muy humana de la vida.
En fin, tal vez no sea la historia más espectacular, pero sí es un recordatorio de cómo hasta las conversaciones más cotidianas pueden hacernos reflexionar sobre quiénes somos, qué valoramos y cómo nos relacionamos con nuestras raíces y nuestro presente.
Un fuerte abrazo, comunidad, y gracias por darme este espacio para compartir.
Historia creada por mi. Me apoyo con la IA para redacción