Ella siempre fue una mujer íntegra. Profesional, responsable, de carácter amable y querida en su entorno laboral. En su vida privada, disfrutaba de la compañía de sus amigas, una que otra salida y alguna copa ocasional, siempre dentro de la sana diversión. Su familia era su pilar, y nunca hubo nada en su comportamiento que diera pie a comentarios malintencionados.
En su trabajo era apreciada por su capacidad, por su compañerismo y por la habilidad de mantenerse al margen de los chismes de pasillo. Su perfil profesional era impecable.
Un día, camino a una reunión con un potencial cliente, conoció a un hombre que cambiaría el rumbo de su vida. Él era joven, atractivo, inteligente, socio de aquella empresa y quien la recibió en la recepción antes de acompañarla a la sala de juntas. La conversación previa a la reunión fue tan amena que parecía más un encuentro casual que un compromiso laboral.
La reunión no logró cerrar ningún trato, lo que la entristeció. Sin embargo, al despedirse, él le propuso un almuerzo. Ella aceptó. Aquel almuerzo dio paso a cenas más elegantes, a conversaciones más profundas y finalmente a sentimientos inevitables. Después de año y medio de noviazgo, él le propuso matrimonio. Parecía ser el príncipe azul que cualquier mujer desearía: exitoso, encantador y con una vida acomodada.
Se mudó a su apartamento elegante y lujoso. Sin embargo, la convivencia comenzó a mostrar fisuras. Él se volvió frío, controlador, incapaz de tolerar que ella compartiera tiempo con amigas o familiares. Los reclamos se volvieron parte de la rutina, incluso respecto a su físico. Aquellas palabras la golpearon más fuerte que cualquier maltrato físico: minaron su autoestima y la hundieron en una tristeza silenciosa.
El deterioro se reflejó en su trabajo, donde incluso llegó a ser suspendida. Un día, al volver antes de lo previsto a casa, descubrió lo que en el fondo ya temía: él le era infiel. El desorden en la mesa, el perfume desconocido y el ruido de la ducha fueron las piezas que completaron el rompecabezas de la traición. Con el corazón destrozado, se quitó el anillo y se marchó bajo una tormenta que parecía llorar con ella.
Sus padres la recibieron con los brazos abiertos. Su madre, solidaria, llamó a sus amigas más cercanas, quienes acudieron sin dudarlo. Fue un año de duelo, de lágrimas, de silencio y de reconstrucción lenta.
Poco a poco, volvió a recuperar su eficiencia en el trabajo. Aunque aún le costaba salir de noche, encontró un refugio inesperado en un gimnasio. Allí conoció a un hombre muy distinto: sencillo, con inseguridades propias por su aspecto físico, pero con un corazón auténtico.
Primero fueron compañeros de rutina, luego amigos y, con el tiempo, confidentes. Ambos llevaban cicatrices invisibles, ambos conocían la sensación de sentirse insuficientes. Y en ese terreno común comenzaron a edificar algo distinto: una relación sin prisas, sin máscaras ni apariencias.
Ella, aún con temores, se permitió intentarlo una vez más. Y fue en la compañía de este hombre, tan imperfecto como ella, donde descubrió que el amor verdadero no se mide en lujos ni en éxitos, sino en la capacidad de sanar juntos.
Porque hay amores que llegan para deslumbrar, pero también hay amores que llegan para curar. Y esos, sin duda, son los que más valen la pena.