Él era un chico que recién había ingresado a un nuevo colegio. Al inicio le costó adaptarse: no era fácil encajar en un colegio privado, y el ambiente, aunque no del todo hostil, sí le resultaba ajeno. Poco a poco, comprendió que aquella etapa representaba una nueva oportunidad, no solo para su educación, sino también para descubrir un entorno distinto y enriquecedor.
Sin embargo, esta historia no trata de él, sino de alguien en particular.
Ella pertenecía al otro salón. Formaba parte de un grupo de chicas populares. No destacaba en las materias de números, pero era muy lista, con una inteligencia práctica y vivaz. Su piel canela, su cabello lacio y negro brillante, y sus ojos de un profundo café oscuro la hacían resaltar.
Recuerdo una feria en el colegio: ambos salones se unieron para preparar una coreografía. Fue allí donde, por primera vez, cruzaron palabras. A simple vista, era una chica agradable, con una sonrisa sincera y un talento natural para el baile. Pero, al terminar la feria, volvió la separación: curso A contra curso B.
Esa distancia se mantuvo hasta el inicio de la preparatoria, cuando mezclaron a los estudiantes. Ella quedó en el A, él en el B, pero esta vez las conversaciones entre ambos fluyeron con más naturalidad. Las barreras comenzaron a caer.
Coincidían en actividades extracurriculares y se saludaban con cordialidad. La adolescencia los llevó a compartir fiestas y reuniones: a veces había música, bailes y, de forma muy ocasional, algo de licor, aunque siempre dentro de lo permitido. Nunca hubo excesos. Sus padres cuidaban de ellos con celo, y en su caso, su madre era especialmente protectora. Era una mujer joven y moderna, atractiva, pero sobre todo una madre presente. Ambas parecían más hermanas que madre e hija, y la confianza que transmitían era inspiradora.
El tiempo pasó, y un día él fue invitado a participar en una actividad llamada EJE, un retiro espiritual donde coincidió nuevamente con ella. Al ser de los pocos conocidos en aquel espacio, se quedaron juntos. Allí la conversación fue distinta: más profunda, más sincera. Compartieron reflexiones, risas y silencios que decían mucho más que las palabras. Al despedirse, ella lo abrazó y le dijo:
—Gracias por ser mi nuevo amigo, te amo.
No fue un “te amo” romántico, sino uno genuino, transparente, de amistad verdadera.
Desde entonces, su vínculo se fortaleció. Se volvieron muy unidos en clase hasta la graduación. Después, cada uno tomó su camino: algunos compañeros coincidieron en la misma universidad, otros viajaron al extranjero, y otros más se alejaron con el paso del tiempo.
Meses después, en una reunión, volvieron a encontrarse. Ella lucía distinta: llevaba el cabello corto y un aire elegante. Conversaron y él se puso al día con su vida. La razón de aquel cambio no era una moda: atravesaba un delicado proceso de salud. El diagnóstico era cáncer, y debía someterse a quimioterapia. Sin embargo, ella nunca dejó que la enfermedad opacara su esencia. Sus amigas más cercanas la acompañaban siempre, y ella, con resiliencia, continuaba viviendo con la misma naturalidad de antes.
Hasta que un día, mientras él salía de su trabajo, recibió la noticia más dura: ella había partido.
La vida se apagaba en una joven con un futuro lleno de promesas.
Todo lo que aquí escribo son vivencias reales, experiencias que marcaron mi camino y el de quienes me rodearon. Aunque no fuimos los mejores amigos, nuestra amistad fue especial, sincera y hermosa en su sencillez.
Hoy, al recordarla, me reconforta pensar que Pao fue feliz, que rió, que lloró, que conoció el amor y, sobre todo, que supo amar a sus seres queridos con un corazón puro.
No es su cumpleaños ni el aniversario de su partida. Es solo un espacio para recordarla.
Un beso hasta el cielo, mi querida Pao.
Historia creada por mi. Me apoyo con la IA para redacción