Había una vez un estudiante promedio. No era el chico con las mejores calificaciones del salón, pero no por falta de inteligencia, sino por pura flojera. Le costaba concentrarse en las tareas y prefería mil veces pasar el tiempo divirtiéndose en clase, inventando chistes y sacando una que otra sonrisa a sus compañeros. No era el más guapo del colegio, pero sí tenía un carisma natural que le daba cierta popularidad. Participaba en actividades extracurriculares, así que su rostro y, sobre todo, su nombre, eran conocidos en los pasillos.
A pesar de su carácter bromista y de ser un adolescente que salía los fines de semana con amigos, nunca cruzó los límites de la inocencia. Sus ratos libres estaban llenos de juegos, deportes y, si había algo que se podía llamar “fiesta”, consistía más en música, pizza y videojuegos que en cualquier exceso. Era un buen muchacho, rodeado de amistades igual de sanas.
Los recesos en el colegio eran uno de sus momentos favoritos. Se reunía con su grupo cerca de la entrada de la cafetería para conversar, contar anécdotas divertidas, comentar el último partido o simplemente quejarse de lo aburrida que había sido cierta clase. Un día, en medio de una de esas conversaciones, escuchó un murmullo que venía de otro lado. Giró la cabeza y vio a un grupo de chicas, un par de años más jóvenes que él, hablando y riendo. Al notar que habían sido observadas, se pusieron nerviosas y se fueron apresuradamente… pero en su retirada dejaron caer un cuaderno.
Por instinto, él lo recogió. Al abrirlo para buscar algún nombre que le permitiera devolverlo, descubrió que no era un cuaderno cualquiera: era un diario compartido. Comenzó a hojearlo y se sorprendió al leer unas líneas que hablaban de… él. No era un comentario negativo o una burla; al contrario, las palabras describían sus virtudes, su forma de sonreír, la manera en que parecía disfrutar cada momento. Todo escrito con una admiración tan genuina que se quedó sin palabras. Nunca había imaginado que podía gustarle a alguien que ni siquiera conocía.
Intrigado y con una sensación cálida en el pecho, se puso a buscar a las chicas por los pasillos. Encontró a una de ellas y le preguntó si sabía a quién pertenecía el diario. La muchacha, un poco cohibida, le explicó que no era de una sola persona: todas escribían ahí, como un juego entre amigas. A veces narraban cosas del día, otras inventaban historias… y, de vez en cuando, hablaban de alguien que les gustaba. Él insistió, preguntando quién había escrito aquellas líneas tan particulares. La respuesta fue breve: “Es una amiga… está en el patio, bajo un árbol”.
Sin pensarlo demasiado, se dirigió hacia allí. La encontró sentada, distraída, mirando hacia el suelo, como si estuviera sumida en sus pensamientos. Cuando él se acercó y la saludó, ella levantó la vista y se sonrojó de inmediato. Aquella reacción fue una sorpresa. Por primera vez la miró con detenimiento: era una chica muy linda, con una expresión dulce y una timidez evidente.
Cuando ella vio el cuaderno en sus manos, se tensó. —No puede ser… ¿lo leíste? —preguntó con voz baja. Él sonrió, un poco apenado, y se disculpó. No le dijo en ese momento cuánto le había gustado lo que había leído, pero sí le agradeció y le devolvió el cuaderno. Antes de separarse, intercambiaron redes sociales para seguir en contacto.
Aquella simple coincidencia, producto de un juego adolescente, se convirtió en algo muy especial. Comenzaron a hablar todos los días, a compartir confidencias, a descubrir afinidades. Él se dio cuenta de que no solo era bonita, sino también buena alumna, solidaria con sus compañeros y con un corazón noble. En poco tiempo, lo que comenzó como curiosidad se transformó en un sentimiento genuino. El gusto se convirtió en noviazgo, y aunque él era dos años mayor, eso no fue un obstáculo para que compartieran un amor limpio, lleno de pequeños gestos y sin malicia alguna.
Lo que más le gustaba de ella era su inocencia. Nunca tuvo pensamientos indebidos, y aunque su relación no pasó de unos cuantos besos, era un amor bonito, como los de antes, sin prisas ni segundas intenciones. Al principio, los padres de ella no estaban convencidos de que un chico mayor saliera con su hija. Sin embargo, con el tiempo lo conocieron y vieron que era un buen muchacho, responsable y respetuoso.
Fue una relación dulce y sincera. Los días se llenaron de caminatas por el parque, conversaciones interminables y miradas que decían más que cualquier palabra. Aprendieron a apoyarse, a celebrar juntos pequeños logros y a consolarse en los momentos difíciles. Pero, como pasa tantas veces en la vida, el tiempo trajo cambios. La relación llegó a su fin, no por peleas ni traiciones, sino porque los caminos empezaron a tomar direcciones distintas.
Años después, ambos siguieron adelante. Él se convirtió en profesional, ella también. Construyeron sus vidas y persiguieron sus sueños. Y, aunque el amor adolescente quedó en el pasado, la amistad sobrevivió. Hasta el día de hoy, siguen hablándose de vez en cuando, recordando con cariño aquellos días en que un cuaderno olvidado y un árbol en el patio del colegio fueron el inicio de algo hermoso.
Porque, aunque muchas historias de juventud se desvanecen, hay algunas que dejan una huella tan profunda que ni el tiempo ni la distancia logran borrarla. Y, para ellos, aquel primer amor siempre será uno de los recuerdos más lindos de su vida.
Quizás así sea el verdadero primer amor: no aquel que dura para siempre, sino el que permanece intacto en el recuerdo, como una página que jamás quisimos arrancar.