¡Hola a todos!
Hoy me detengo nuevamente en el rincón de los recuerdos, ese espacio íntimo y entrañable donde la infancia parece seguir viva, esperando ser evocada. He compartido antes algunas memorias sobre cómo fue crecer en la década de los 90, pero hay algo en estos días —quizás sea la paternidad, quizás la nostalgia silenciosa— que me ha hecho volver con más detalle a ese mundo que ya no existe, pero que sigue tan presente dentro de mí.
Nací y crecí en una época de transición. Por un lado, heredamos los gustos televisivos de nuestros padres: caricaturas como Los Picapiedras, Don Gato y su pandilla o Mazinger Z nos mostraban mundos que, aunque distintos, nos unían a generaciones anteriores. Y por otro lado, fuimos testigos del auge de nuevas propuestas animadas que marcaron profundamente nuestra infancia: Las Tortugas Ninja, COPS, y, por supuesto, los animes que llegaron a nuestras pantallas a través de los canales locales: Dragon Ball, Pokémon, Digimon... todos ellos formando una especie de mitología personal que aún vive en nuestra memoria colectiva.
En casa, compartía el patio con mis hermanos. Después de un capítulo de Supercampeones, nos poníamos a patear el balón, soñando que éramos Oliver Atom o Benji Price. Incluso mi hermana menor se animaba a jugar con nosotros, corriendo detrás del balón como si también participara en una final del campeonato juvenil. No existía la palabra aburrimiento, solo imaginación en estado puro.
Teníamos un viejo reproductor Betamax. Recuerdo con especial cariño una cinta de una película de Los Ewoks que veíamos a diario con mis hermanos y primos. Era parte de nuestro ritual. Con el tiempo llegó el servicio de televisión por cable, y entonces descubrimos oro puro: Cartoon Network y Nickelodeon. Eso sí, solo había una televisión con cable en la sala, y tocaba turnarse, negociar, ceder... pero cuando lográbamos coincidir en el mismo gusto, todo era armonía. Ese tipo de acuerdos infantiles, sin darnos cuenta, nos enseñaban algo de convivencia.
Más adelante, llegó uno de los grandes hitos: la consola. La primera que tuvimos fue el Super Nintendo (SNES). Para comprarla, tuvimos que ahorrar con mucha disciplina. La consola venía con dos cartuchos: Killer Instinct y Super Street Fighter II. Juegos buenísimos, claro, pero también bastante comunes entre quienes tenían un SNES, lo que dificultaba el intercambio con amigos. Ahí fue donde apareció una solución mágica: Blockbuster.
Gracias al alquiler de videojuegos, cada fin de semana era una aventura nueva. Íbamos con mis hermanos a elegir el juego del momento, y eso nos permitía explorar mundos distintos sin tener que comprarlos. En una de esas visitas, hubo una venta de patio. Compré un juego de Jurassic Park creyendo que era aquel que había alquilado y me había fascinado. Pero no, me equivoqué. Cuando lo jugamos, nos dimos cuenta del error. A mi hermano no le gustó tanto, pero yo le tomé cierto cariño. Después de todo, Jurassic Park fue la primera película que vi en el cine. Tal vez por eso me aferré al juego, incluso cuando no logré terminarlo.
Ese error resultó ser una bendición disfrazada. Gracias a ese juego “equivocado” comencé a intercambiarlo con mis compañeros del colegio, y así tuve la oportunidad de probar joyas como Super Mario World, los tres Donkey Kong Country, Zelda, Mortal Kombat, y uno que marcaría mi vida gamer para siempre: Mega Man X. A día de hoy, esa saga sigue siendo una de mis favoritas. Qué curioso cómo algo tan simple como un cartucho abre puertas inesperadas.
Con el paso del tiempo, el SNES fue perdiendo terreno. Entonces llegó la decisión familiar: ¿Nintendo 64 o Playstation? Optamos por la PlayStation, y no me arrepiento. Aunque llegué a jugar N64 en casas de amigos —o incluso en algún McDonald’s que tenía estaciones de prueba—, era mucho más sencillo conseguir juegos de Play en la calle. La consola se convirtió en parte de nuestra adolescencia, con títulos inolvidables como Crash Bandicoot, Metal Gear Solid o Winning Eleven.
Hoy tengo 36 años, estoy casado y soy padre de un niño de 2 años. Y aunque el tiempo ha pasado, el amor por los videojuegos sigue ahí. No me considero un “gamer” en el sentido moderno del término, pero sí reconozco que el juego forma parte de mi identidad. Es un vínculo con mi infancia, con mis hermanos, con mis amigos. Aún nos reunimos de vez en cuando para organizar torneos, compartir pizza —una buena costumbre noventera que aún cultivamos— y revivir esos momentos que nos dieron tanta alegría.
He aprendido que la infancia no se trata solo de lo que viviste, sino de lo que conservas. Y yo conservo historias, emociones, sonidos de botones, discusiones por el control, risas compartidas en la sala, fines de semana esperando un nuevo cartucho, y ese calor hogareño que muchas veces se transmite no con palabras, sino con rutinas compartidas.
Gracias por leer hasta aquí. Me alegra saber que hay espacios como este, donde podemos compartir no solo ideas, sino también fragmentos de alma. Porque recordar no es solo mirar hacia atrás, sino también reconocer quiénes somos hoy gracias a ese ayer.