Él era un joven tranquilo por momentos, pero su mente rara vez descansaba. Como muchos a su edad, atravesaba una etapa confusa, llena de dudas y contradicciones. Trabajaba, estudiaba y hacía lo posible por mantener un equilibrio, aunque en el fondo sabía que no tenía claridad sobre varias cosas de su vida cotidiana.
Tenía una relación con una chica agradable. Desde el principio, ella mostró interés en él, se lo hizo saber sin rodeos, pero él no estaba seguro de lo que sentía. En ese momento, su atención estaba en otra persona; una chica que le resultaba inalcanzable, quizás más por idealización que por amor. Cuando esa ilusión se desvaneció, pensó: “Hay una chica que gusta de mí, es buena, ¿por qué no intentarlo?” Le parecía atractiva, sincera, y decidió darle una oportunidad a esa historia que comenzaba a tomar forma.

Al principio, todo fluyó con naturalidad. Ambos habían tenido relaciones previas, aunque en el caso de ella, fueron breves e inmaduras, propias de quien recién salía del colegio. Esta vez, para ella, era distinto. Coincidían en el mismo trabajo, compartían transporte y se acompañaban en todo. Iban al cine, salían a comer, se reían de cosas simples. Los amigos de él la aceptaron rápidamente, y ella se sintió parte del grupo.
Sin embargo, no ocurrió lo mismo en el otro sentido. Él nunca mostró interés por acercarse a las amistades de ella. No por desagrado, sino por indiferencia. Ella lo notó, lo comentó alguna vez, pero no insistió. Solo se fue alejando poco a poco de sus propios amigos, hasta que ellos dejaron de buscarla.
A pesar de eso, la relación parecía estable. La familia de él la recibió con cariño, y ella se ganó su aprecio con facilidad. Por un tiempo, todo marchó bien, hasta que ella consiguió otro trabajo.
Ahí comenzaron los cambios. Antes, almorzaban juntos todos los días y compartían casi todo el tiempo laboral. Ahora, los horarios no coincidían. Empezaron a verse menos, a depender de citas improvisadas en centros comerciales o salidas rápidas al cine.
La distancia comenzó a hacer mella justo cuando él perdió su empleo. Su situación familiar tampoco ayudaba, así que optó por reducir gastos y centrarse en ayudar en casa. Las salidas se hicieron menos frecuentes. Pasaban semanas sin verse.
Un amigo le sugirió sorprenderla en su trabajo: “Ve a verla, la distancia no ayuda en nada”. Él lo escuchó, y aprovechando una entrevista de trabajo en la zona, decidió hacerlo. Para su suerte, fue aceptado. Salió del lugar con la buena noticia y con ilusión fue a verla.

Ella lo recibió con tristeza. Sus ojos reflejaban decepción más que alegría. Lo extrañaba, pero sentía que él se había olvidado de ella. Él intentó explicarse, le habló de sus preocupaciones, le pidió disculpas por su ausencia. Ella lo perdonó, pero algo en la relación ya se había fracturado.
El tiempo siguió su curso. Ahora ambos trabajaban en lugares distintos, con horarios opuestos. Las llamadas se hicieron esporádicas, los mensajes más cortos, las visitas casi inexistentes. Cuando llegó su cumpleaños, ella no pudo acompañarlo. Sus amigos le organizaron una fiesta, y entre la música y el alcohol, cometió un error que marcaría un antes y un después.
Esa noche se encontró con una excompañera de la universidad, una chica que siempre le había atraído físicamente. Hablaron, recordaron viejos tiempos, y entre risas y copas, terminaron besándose. Lo que siguió fue una decisión impulsiva: pasaron el fin de semana juntos.

El lunes, la culpa lo consumía. Sabía que había traicionado no solo la confianza de su novia, sino también sus propios valores. Sin embargo, no tuvo el valor de confesarlo. Optó por lo más fácil: terminar la relación.
Ella, con una serenidad que lo desconcertó, aceptó. No discutió, no lloró. Solo asintió. La distancia, la frialdad y el tiempo habían hecho su trabajo. El amor que alguna vez existió ya no estaba.

Él sintió un alivio momentáneo, una falsa sensación de libertad. Pero al buscar a la otra chica, con la esperanza de iniciar algo nuevo, se topó con la realidad. Ella fue clara: lo de ese fin de semana no significó nada, no buscaba una relación. Solo había sido una aventura.
El golpe fue duro. Se quedó solo, vacío, más confundido que antes. Intentó justificarse: “Tal vez era lo mejor…”, pero sabía que no lo era. Había perdido a una persona que lo amaba de verdad, y todo por una decisión impulsiva, tomada desde el ego y no desde el corazón.

Los días pasaron y la soledad comenzó a hacer ruido. Recordaba los gestos de ella, su paciencia, su ternura. Y entendía que, aunque la relación había tenido sus fallas, ella merecía un final más digno que una traición.
A veces, la vida nos devuelve lo que damos. No siempre como castigo, sino como lección. En su caso, fue ambas cosas.
Comprendió que las relaciones no se sostienen con afecto a medias ni con decisiones tomadas por costumbre. Que la distancia emocional no se cura con sustitutos pasajeros, y que cuando alguien te entrega amor sincero, lo mínimo que puedes ofrecer es honestidad.
Ella, sin saberlo, evitó una decepción aún mayor. Su historia con él terminó en el momento justo, antes de que el daño fuera irreparable. Supo cerrar el ciclo, y en su silencio, encontró la paz que él aún busca.
Y él… quedó solo, más maduro quizás, pero consciente de que la confusión no es excusa para herir a quien te ama. Aprendió que el amor no se improvisa, ni se sustituye, ni se posterga. Porque cuando no sabes lo que quieres, inevitablemente terminas perdiendo a quien sí lo sabía.
