Los años dorados: La nostalgia de nuestra mejor época

@esalazar26 · 2025-08-25 21:55 · Literatos

ÉL Siempre fue un chico inteligente. De esos que no necesitan pasar horas con los libros para sacar buenas calificaciones. Bastaba con prestar atención en clase y resolver rápido los ejercicios, como si el conocimiento le viniera por intuición. Sus padres solían bromear: “si estudiaras un poquito más, serías el primero de la clase”. Y tenían razón. Seguramente, con un poco de esfuerzo extra, habría ocupado los puestos de honor. Pero él no lo veía así.

Era distinto a su hermano mayor, siempre disciplinado, siempre con los cuadernos llenos de apuntes y subrayados. Cuando terminó la primaria, sus padres decidieron hacer un esfuerzo grande: inscribirlo en un colegio privado. Él aceptó el reto sin dudar, confiado, como quien cree que la vida siempre seguirá siendo sencilla.

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La realidad lo golpeó pronto. El nivel académico era muy superior al de su escuela anterior, y el inglés se convirtió en su talón de Aquiles. Ya no bastaba con escuchar en clase: había que dedicar tiempo en casa, hacer tareas, estudiar… En matemáticas, la metodología también cambió; no era cuestión de repetir fórmulas, sino de comprender. Le costó al principio, pero poco a poco entendió que aquel “extra” que le pedían no era un castigo, sino una inversión.

La adaptación social fue otro desafío. Venía de un colegio público donde sus amigos eran, en su mayoría, de familias humildes, incluso de contextos muy precarios. En el nuevo ambiente encontró compañeros con gustos distintos, ropa de marca, celulares modernos y conversaciones sobre viajes que él jamás había hecho. Al principio se sintió intimidado: las chicas eran hermosas y los chicos parecían salidos de una revista. Pero pronto descubrió que, al final, todos eran adolescentes con los mismos problemas y sueños. Lo hicieron sentir bienvenido, aunque siempre existió una sutil brecha entre los grupos.

Había quienes brillaban con promedios impecables, otros más relajados que cumplían lo justo, y un tercer grupo que coleccionaba notas rojas y bromas crueles. Él estaba en medio. Tenía la rara habilidad de llevarse bien con todos: podía hablar con los “estudiosos” sin parecer pretencioso y compartir risas con los traviesos sin perder su rumbo.

La relación con los profesores fue otra experiencia nueva. En su escuela anterior tenía un solo maestro para todo; ahora cada asignatura tenía su especialista, cada quien con su carácter y método. Aprendió a observarlos, a entender cómo pensaban, y eso le ayudó a mejorar sus notas.

Aunque era un colegio privado, no era enorme. Apenas dos aulas por grado, pero con una sana rivalidad entre el grupo A y el grupo B. Competían ferozmente en exámenes y debates, pero cuando había actividades extracurriculares se unían como un solo equipo. En los torneos deportivos mostraban gran nivel, y en lo artístico siempre había talento de sobra: bailarines, matemáticos prodigio, y chicos con voces increíbles. Fue allí donde descubrió que tenía potencial para cantar.

Todo empezó con un evento musical. Se animó a participar casi por casualidad. Entre todos los varones, fue quien mejor lo hizo. Desde niño le gustaba escuchar canciones difíciles, con notas altas imposibles, y aunque nunca logró imitarlas, aquella práctica secreta —en la ducha o frente al espejo— resultó ser un entrenamiento inesperado.

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El grupo decidió componer una balada a dúo. Pero la competencia era dura: otros salones presentaban repertorios en inglés y español. Entonces surgió una idea audaz: cantar en tres idiomas. Una compañera de ascendencia italiana les ayudó a reescribir parte de la letra. El resultado fue un éxito rotundo. No solo ganaron el reconocimiento del colegio, sino que también fortalecieron la amistad que los uniría por años.

Al pasar el tiempo, algunos compañeros cambiaron de escuela, pero ese grupo permaneció cercano. Los últimos años de secundaria y preparatoria se vivieron intensamente: exámenes, salidas, conversaciones interminables y planes para el futuro. Hoy, 19 años después, la mayoría sigue en contacto a través de un grupo de WhatsApp. Cada tanto organizan reuniones para recordar esas épocas doradas, aquellas que parecían eternas y que, sin darnos cuenta, se esfumaron demasiado rápido.

Muchos dicen que la secundaria es una de las mejores etapas de la vida. Y estoy de acuerdo. No lo entendemos cuando la vivimos, pero cada instante queda grabado con una mezcla de nostalgia y alegría. No se trata solo de las calificaciones ni de los triunfos en concursos; se trata de esas pequeñas cosas: el primer amor adolescente, las bromas pesadas, las canciones que escuchábamos una y otra vez, los recreos compartidos con risas interminables.

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Mirando atrás, comprendo que aquel chico —el que no necesitaba estudiar tanto, el que se adaptó a un nuevo mundo y descubrió su voz— aprendió más que inglés y matemáticas. Aprendió a convivir con personas distintas, a reconocer talentos propios y ajenos, y a valorar la amistad por encima de las diferencias.

Hoy, cada vez que uno de esos mensajes aparece en el chat del grupo, con una vieja foto o una anécdota olvidada, una sonrisa se dibuja inevitablemente. Porque esos recuerdos no solo hablan de un colegio o de un salón de clases: hablan de nosotros, de lo que fuimos, y de cómo esos años nos ayudaron a convertirnos en quienes somos ahora.

Sí, son años dorados. Y aunque no regresen, viven para siempre en nuestra memoria.


Historia creada por mi. Me apoyo con la IA para redacción

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