Saludos a todos. Hoy quiero compartir con ustedes una experiencia sencilla, cotidiana… pero que me dejó reflexionando profundamente.
Hace poco estaba en el centro comercial con mi esposa y nuestro bebé de 2 años. Un paseo normal de fin de semana, compras, una merienda, quizás una parada en el supermercado. Nuestro hijo, como muchos niños a esa edad, tiene una energía desbordante, una alegría natural que lo lleva a explorar, correr, jugar, reír… ¡y cómo lo disfruta!
Por suerte, el lugar tenía espacios abiertos donde podía moverse con cierta libertad, sin riesgos inmediatos. Así que, como ya es costumbre, lo dejamos ser. Lo observábamos desde una distancia prudente mientras él se divertía, sin intervenir demasiado, permitiéndole disfrutar de su independencia en un entorno contenido.
Él es un niño sociable, sí, pero también sabe establecer límites. Saluda, sonríe, puede compartir un momento con otros niños, pero no le gusta mucho el contacto físico, algo que personalmente celebro. Tiene una personalidad firme y, pese a su corta edad, parece tener muy claro qué le hace sentir cómodo y qué no.
De hecho, cuando visitamos casas ajenas, jamás ha sido ese niño que anda desordenando todo o rompiendo adornos. Tiene una especie de respeto natural por los espacios ajenos, y eso me sorprende y me enorgullece. Por eso mismo, no suelo estar encima de él todo el tiempo. Me gusta verlo moverse con libertad, tomar decisiones sencillas por sí mismo, cansarse y reír… porque sé que luego, al final del día, dormirá tranquilo, pleno, y profundo.
Pero mientras lo observaba jugar, tuve un pensamiento que me heló la sangre. Fue algo tan repentino como impactante.
Imaginé por un momento que lo perdía de vista. Que por un segundo, un simple parpadeo, no lo encontraba donde lo dejé.
Y lo peor: imaginé que alguien se lo llevaba. Una figura oscura, sin nombre ni rostro. Un desconocido con malas intenciones.
La idea me golpeó como un ladrillo en el pecho. No sé si fue una especie de instinto de protección, una alerta mental o simplemente el eco de tantos casos que vemos o escuchamos a diario en las noticias, pero me congeló. El corazón me dio un vuelco.
Ese pensamiento me llevó por un túnel emocional de miedo, ira y frustración. Visualicé escenarios donde él —con su rechazo al contacto físico— estaría incómodo, confundido, o incluso asustado ante un extraño. Imaginé que quizás para callarlo, lo lastimaban. No pude evitar que una ola de rabia me invadiera por completo.
No pasó nada. Todo estaba bien. Pero ese momento fue real, ese miedo fue real. Y lo que más me afectó es que existen personas que sí han vivido esa pesadilla. Personas que realmente han perdido a sus hijos, que han sufrido la ausencia, la incertidumbre, el dolor que no tiene nombre ni consuelo.
Y entonces me quedé en silencio. Con mi hijo aún corriendo cerca, dentro de ese radio de seguridad que él mismo establece.
Poco después, sin que supiera nada de mi angustia interna, vino a mis brazos. Lo abracé con fuerza. Lo levanté en el aire, le hice cosquillas, le canté su canción favorita. Terminamos nuestras compras y al montarnos en el carro, se quedó dormido al instante. La tranquilidad había vuelto, al menos en la superficie.
Pero por dentro… yo no era el mismo.
Esta no es una historia extraordinaria. No hay giros dramáticos, ni desenlaces inesperados. Es solo el testimonio de un padre común en un día cualquiera. Y sin embargo, siento que debía compartirlo.
Porque muchas veces vivimos corriendo, entre rutinas y tareas, sin detenernos a ver que la vida es frágil, que todo puede cambiar en un segundo, y que nuestros pensamientos más oscuros pueden enseñarnos también a valorar más profundamente lo que tenemos.
Desde ese día, cada abrazo tiene un peso diferente. Cada risa de mi hijo, cada mirada cómplice, cada noche en que lo arropo y le doy un beso, tiene un nuevo significado.
Y si tú, que estás leyendo esto, has pasado por una experiencia similar —ese pensamiento que cruza como una sombra—, o peor aún, si conoces a alguien que ha vivido la pérdida o la desaparición de un ser amado, te envío un abrazo inmenso, de alma a alma.
La empatía no necesita experiencia directa. Basta con abrir el corazón y dejarse tocar por el dolor del otro.
Gracias por leerme. Gracias por estar. Y gracias por compartir también sus vivencias, porque eso nos hace más humanos.