Hola a todos,
Hoy quiero compartirles algo muy personal, algo que ocurrió recientemente y que, aunque en su momento fue un instante íntimo y algo doloroso, también se convirtió en una gran oportunidad de reflexión y conexión profunda con mi esposa.
El fin de semana pasado estábamos disfrutando de un día familiar: mi esposa, nuestro hijo de dos años, mis suegros y yo. Un día tranquilo, lleno de esos pequeños momentos que parecen no decir mucho, pero que terminan marcando profundamente. Estábamos en casa de mis suegros, quienes, además de ser unos abuelos muy presentes, son nuestro gran apoyo con el cuidado de nuestro hijo cuando trabajamos. Se nota que lo aman con todo el corazón, y él también los busca con alegría y confianza. Hay algo muy especial en el vínculo entre abuelos y nietos; creo que muchos de nosotros guardamos con ternura los recuerdos de ese lazo cálido e incondicional.
Mientras pasaba el día, fui notando una dinámica que ya se había repetido en otras ocasiones. Nuestro hijo iba de un lado a otro, jugando con su madre, luego corriendo hacia sus abuelos, volviendo con ella, y más tarde conmigo. En medio de esas idas y venidas, empecé a notar que mi esposa se alejaba un poco del grupo, más callada de lo usual, con una mirada distante. Su expresión me inquietó. Decidí tomar un momento y, con cuidado, la llevé a una habitación apartada para preguntarle qué estaba sintiendo.
Lo que me respondió me dejó helado por un instante: “A veces siento que mi hijo no me ama.” Y en ese momento, rompió en llanto.
Fue una frase fuerte. Me tomó por sorpresa, no por absurda ni exagerada, sino porque revelaba una vulnerabilidad muy profunda, una herida silenciosa que había estado creciendo dentro de ella. Pero, aunque me impactó, de alguna forma también logré entender lo que quería decir.
Quiero dejar algo muy claro: mi esposa es una madre excepcional. Ama a nuestro hijo de forma completa, generosa, presente. Se desvive por él. Pero el asunto aquí no es su capacidad de amar, sino el temor de no ser amada de la misma manera. Ese temor, que muchas madres experimentan pero pocas se atreven a expresar, nace en lo más íntimo de su ser.
Desde el nacimiento de nuestro hijo, ella forjó un vínculo precioso con él. Durante los primeros meses, ella lo alimentaba a demanda, cada tres horas, día y noche, sin descanso real. Mientras yo me encargaba de los baños, cambios de pañal, cocina o limpieza, ella estaba ahí, pegada a él, ofreciéndole su calor, su cuerpo, su aliento. Fue un trabajo en equipo, sí, pero el nivel de entrega que ella ofreció fue inmenso.
El problema, como muchas madres sabrán, es que todo cambia cuando toca regresar al trabajo. El tiempo que antes era exclusivamente suyo con el bebé comienza a repartirse, y con ello también surgen las dudas, las comparaciones, las culpas. Comienza el miedo. Miedo a que ya no la busque con la misma emoción, miedo a que prefiera otros brazos, miedo a que aquel lazo que parecía irrompible se haya debilitado.
Y en ese momento, mientras ella lloraba, no la interrumpí. No le dije que “no era para tanto”, ni traté de apurar su llanto. Solo la escuché. Porque cuando uno está en pareja, uno de los actos de amor más profundos es escuchar para comprender, no para corregir.
Después de que pudo desahogarse, con ternura le recordé que nuestro hijo la ama profundamente. Y no es algo que diga por decirlo, es evidente en cada gesto. Le puse ejemplos: cuando está con ella, canta, baila, repite sonidos de animales, hace gestos divertidos. Gracias a ella ha aprendido los nombres de los colores, las canciones infantiles, y un montón de cosas más que no ha aprendido ni conmigo ni con sus abuelos. Conmigo, en cambio, juega de forma más física: nos tiramos al suelo, jugamos pelota, lo levanto por los aires y gritamos como locos. Con los abuelos, busca calma, dulzura, esos abrazos consentidores que todos recordamos.
Cada figura en su vida tiene un rol distinto, pero todas son amadas desde lugares diferentes.
Le dije que su dolor era válido, que entendía su miedo, pero que también era necesario mirar con otros ojos. Los niños no dejan de amar cuando descubren otras formas de afecto. Al contrario: su corazón se expande, aprende a reconocer rostros, emociones, roles. Aprenden a adaptarse, a sentirse seguros en múltiples espacios. Y eso no significa que el lazo madre-hijo se debilite. Ese lazo es único. Es el que más permanece, aunque a veces se esconda detrás del juego o la independencia.
Ser padre también me ha enseñado que no basta con ser buen papá, hay que ser también buen compañero. Porque criar a un hijo no solo es una tarea compartida, también lo es cuidar del otro en el proceso. El postparto no termina en los primeros meses. Las emociones, los temores, las inseguridades pueden reaparecer incluso años después. Y hay que estar atentos. No para corregir, sino para sostener.
A veces la maternidad viene acompañada de una soledad invisible. De una exigencia constante por hacerlo todo bien, por estar siempre presentes, por no fallar. Y eso cansa. Y duele. Por eso, cuando una madre se abre y se muestra vulnerable, merece respeto, presencia y ternura. No consejos vacíos ni frases hechas.
Hoy comparto esto porque sé que no somos los únicos. Tal vez alguien más esté sintiendo lo mismo en silencio. Tal vez este mensaje sirva para decirte que no estás sola, que tu sentir es válido, y que el amor de un hijo no se mide por cuántas veces te elige en un día, sino por la conexión invisible que los une cada segundo.
Gracias por leerme. Gracias por abrir también sus corazones en esta comunidad. Seguimos creciendo juntos, con luz, con amor y con humanidad.