Siempre pensé que el tiempo era algo que se podía atrapar.
Creía que los relojes eran guardianes fieles, marcando con precisión el pulso de mis días.
Hasta que un día, sin previo aviso, dejaron de tener sentido.
Fue una tarde cualquiera.
El segundero seguía avanzando, pero dentro de mí todo estaba detenido.
El mundo parecía seguir su marcha, como un tren que no espera a nadie, y yo… yo había bajado en una estación desconocida.
Durante años viví obedeciendo al dictado de las agujas:
levántate a esta hora, cumple a esta otra, corre, llega, entrega, avanza.
Creí que así se medía una vida bien vivida: por la cantidad de cosas que podía hacer antes de que anocheciera.
Pero el tiempo, cuando se vuelve obligación, deja de ser vida y se convierte en deuda.
No importaba cuánto hiciera, siempre sentía que le debía más al día, como si cada minuto no alcanzara para pagar lo que me exigía el reloj.
Ese día, frente a una ventana, me di cuenta de algo extraño: las nubes no tenían prisa.
El viento se movía sin pedir permiso a ninguna agenda.
El sol no llevaba un reloj en la muñeca para saber cuándo debía esconderse.
Y ahí lo entendí: la naturaleza no vive atada al tiempo, sino a su propio ritmo.
¿Por qué yo no podía hacer lo mismo?
Decidí quitarme el reloj de la muñeca.
No como un acto de rebeldía, sino como un gesto de reconciliación conmigo misma.
Quería volver a sentir el tiempo, no a contarlo.
Comencé a medir mis días por cosas que ningún reloj podía registrar:
el aroma del café en la mañana, la forma en que una canción me devolvía un recuerdo, la manera en que el agua tibia me abrazaba en la ducha después de un día pesado.
Me di cuenta de que las horas más valiosas no tenían número.
Eran invisibles para el calendario, pero imborrables para el alma.
Ahora lo veo así: el tiempo no es una línea recta que nos empuja hacia adelante; es un océano.
A veces estamos en la superficie, respirando aire fresco.
Otras, nos sumergimos y todo se mueve más despacio, como si las horas fueran corrientes suaves que nos llevan a otro lugar.
Aprender a flotar en ese océano fue el mayor acto de libertad que me permití.
Un pacto con mis días
Hoy no mido mi vida en semanas, meses o años.
La mido en conversaciones que me dejan pensando, en risas que me arrugan la cara, en pausas que me reconcilian con mi historia.
El reloj sigue existiendo, claro.
Pero ya no manda.
Lo consulto como quien mira un mapa sabiendo que, al final, la ruta la elijo yo.
Porque entendí algo que ningún tic-tac me enseñó:
la vida no se trata de ganarle tiempo a la muerte, sino de darle vida al tiempo que nos toca.
⏳ Ahora te pregunto a ti:
Si mañana el reloj dejara de existir, ¿cómo medirías tu vida?
¿En minutos… o en momentos?
Imagen de #Unsplash
Gracias por estar , gracias por tu presencia realmente espero que mis letras te inspiren a cada día florecer en este viaje de vida sin medir el tiempo 🌹🌹🌹