Hoy fue nuestro último sábado de entrenamiento antes del Ultra Race de Chichiriviche. El plan era arrancar temprano, pero la montaña decidió ponerme a prueba desde antes. La lluvia no dio tregua en toda la mañana y, aunque al principio me impacienté, entendí que había que esperar el momento correcto.
Cuando por fin las nubes cedieron, me até los cordones y salí. El sol apareció con fuerza, iluminando cada rincón, pero el aire seguía frío, fresco, casi cortante, después de tantas horas de lluvia. Sentía el calor en la piel y, al mismo tiempo, esa brisa helada en el rostro… una combinación extraña, pero perfecta.
Mientras avanzaba por los senderos húmedos, mis pasos resonaban sobre la tierra blanda y mi respiración se mezclaba con el aroma intenso a montaña mojada. Miraba a mi alrededor y pensaba en todo lo que me ha traído hasta aquí: los entrenamientos, el cansancio, las ganas de rendirme… y la decisión de seguir.
Al terminar, el cielo me regaló un atardecer que parecía pintado a mano, con tonos naranjas y dorados. Me quedé quieta, mirando ese espectáculo y, con el corazón lleno de gratitud, susurré: “Gracias, Dios, por este día y por el camino recorrido”.
La felicidad no necesita filtro
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