Quiroga, un espíritu de la selva
Hace dos semanas tuve la oportunidad de visitar las Ruinas de San Ignacio. Más allá, encontré la selva de Misiones que dota de exuberancia las fronteras entre Argentina, Brasil y Paraguay.
Conocí muchas criaturas impresionantes, pero quizás ninguna tan interesante como la de aquel hombre en su trabajada hacienda. Me dijo su nombre era Horacio Quiroga, y no estuviera comentando nada al respecto, si no fuese porque me enteré hace poco que es un aclamado zoólogo. De hecho, en cuanto fuimos hablando, tomé notas de su apasionante vida, que a continuación compartiré con ustedes, como si se tratase de una autobiografía del mismo científico.  *** *** Nací en la ciudad de Salto, Uruguay. Mis padres Prudencio Quiroga y Pastora Forteza tuvieron por bien unirse y traerme a este mundo un poco antes de Año nuevo en una—según ellos—iluminada noche de 1878. Ellos anhelaron darme hermanos, pero así no lo quiso Dios. De este modo, sus cuidados y sueños se depositaron exclusivamente en mí, procurándome una formación sólida en el Colegio Nacional. Mentiría si dijera que fui buen alumno. Con frecuencia me dormía, levantaba faldas o me escapaba con compañeros de clase a tomar mates en la infinita llanura que nos aguardaba afuera de la ciudad. De estos malos hábitos, nació algo bueno, empero. Me di cuenta que la naturaleza, en especial la selva de Misiones, era mi verdadera pasión en la vida. Ya más maduro me dejé de capturar bichos y fiebres, para licenciarme en biología y luego en zoología. Me compenetré con la selva misma al punto de casi perder mi civismo. Sin embargo, gané una hacienda que hice con mis propias manos, tal como si se tratase de un castillo. A esta fortaleza verde me han visitado yaguaretés (jaguares), yacarés (caimanes), flamencos y hasta monos aulladores que han agradecido mi bondad frutal coreando ¡gracias, Huuuraciuuu!. Si, ya sé que es raro. Pero aún más raro es que no he querido tener hijos con mi esposa por miedo a que se los lleve una boa alguna noche. Incluso he pensado en dejar a mi mujer antes de que alguna curiosa especie bípeda la rapte cuando yo no esté, tal como hice hace unos 15 años cuando su prometido me la presentó. Juzgarán ustedes, como todos, que mi vida no ha sido perfecta, y las fuerzas de la naturaleza a veces me han excedido, y termino cometiendo acciones que la sociedad denunciaría enseguida, como cuando grité en la plaza del pueblo que prefería vivir entre bestias sinceras antes de que hipócritas intelectuales. Entre tanto, dejando el drama de lado, con mis acciones en este mundo verde, he recibido condecoraciones por mi labor conservacionista. He de admitir que me regocijo en esto, pero además de muchos amigos, también me ha traído algunos enemigos. Los cazadores de la zona me han querido cazar a mí también. Una vez me salvé el culo en una terrible persecución gracias al tranco de un jacarandá, que derramó sus flores azules en lugar de yo, mi sangre vinotinto. En esta larga vida como zoólogo he visto casi todo, mas nada ha iluminado mi alma tanto como cuando fui invitado al Caribe. Con algunos biólogos marinos de esos lares, vine a darme cuenta de lo hermoso de sufrir para poder vivir. Cada pequeña tortuga marina que vi, era una vida maravillosa en potencia que debía esquivar gaviotas, tiburones y hasta hormigas para llegar a ser un sabio del mar cien años después. Me sentí identificado, y jamás hubiese podido asimilar esa lección si no fuese porque acepté salir de mi “paraíso”. Entendí que nunca se es demasiado tarde para valorar lo que damos por sentado. Espero se registren estas palabras porque hay bastante gente malagradecida con aquello que muchos ni siquiera saben que existe.
Conocí muchas criaturas impresionantes, pero quizás ninguna tan interesante como la de aquel hombre en su trabajada hacienda. Me dijo su nombre era Horacio Quiroga, y no estuviera comentando nada al respecto, si no fuese porque me enteré hace poco que es un aclamado zoólogo. De hecho, en cuanto fuimos hablando, tomé notas de su apasionante vida, que a continuación compartiré con ustedes, como si se tratase de una autobiografía del mismo científico.  *** *** Nací en la ciudad de Salto, Uruguay. Mis padres Prudencio Quiroga y Pastora Forteza tuvieron por bien unirse y traerme a este mundo un poco antes de Año nuevo en una—según ellos—iluminada noche de 1878. Ellos anhelaron darme hermanos, pero así no lo quiso Dios. De este modo, sus cuidados y sueños se depositaron exclusivamente en mí, procurándome una formación sólida en el Colegio Nacional. Mentiría si dijera que fui buen alumno. Con frecuencia me dormía, levantaba faldas o me escapaba con compañeros de clase a tomar mates en la infinita llanura que nos aguardaba afuera de la ciudad. De estos malos hábitos, nació algo bueno, empero. Me di cuenta que la naturaleza, en especial la selva de Misiones, era mi verdadera pasión en la vida. Ya más maduro me dejé de capturar bichos y fiebres, para licenciarme en biología y luego en zoología. Me compenetré con la selva misma al punto de casi perder mi civismo. Sin embargo, gané una hacienda que hice con mis propias manos, tal como si se tratase de un castillo. A esta fortaleza verde me han visitado yaguaretés (jaguares), yacarés (caimanes), flamencos y hasta monos aulladores que han agradecido mi bondad frutal coreando ¡gracias, Huuuraciuuu!. Si, ya sé que es raro. Pero aún más raro es que no he querido tener hijos con mi esposa por miedo a que se los lleve una boa alguna noche. Incluso he pensado en dejar a mi mujer antes de que alguna curiosa especie bípeda la rapte cuando yo no esté, tal como hice hace unos 15 años cuando su prometido me la presentó. Juzgarán ustedes, como todos, que mi vida no ha sido perfecta, y las fuerzas de la naturaleza a veces me han excedido, y termino cometiendo acciones que la sociedad denunciaría enseguida, como cuando grité en la plaza del pueblo que prefería vivir entre bestias sinceras antes de que hipócritas intelectuales. Entre tanto, dejando el drama de lado, con mis acciones en este mundo verde, he recibido condecoraciones por mi labor conservacionista. He de admitir que me regocijo en esto, pero además de muchos amigos, también me ha traído algunos enemigos. Los cazadores de la zona me han querido cazar a mí también. Una vez me salvé el culo en una terrible persecución gracias al tranco de un jacarandá, que derramó sus flores azules en lugar de yo, mi sangre vinotinto. En esta larga vida como zoólogo he visto casi todo, mas nada ha iluminado mi alma tanto como cuando fui invitado al Caribe. Con algunos biólogos marinos de esos lares, vine a darme cuenta de lo hermoso de sufrir para poder vivir. Cada pequeña tortuga marina que vi, era una vida maravillosa en potencia que debía esquivar gaviotas, tiburones y hasta hormigas para llegar a ser un sabio del mar cien años después. Me sentí identificado, y jamás hubiese podido asimilar esa lección si no fuese porque acepté salir de mi “paraíso”. Entendí que nunca se es demasiado tarde para valorar lo que damos por sentado. Espero se registren estas palabras porque hay bastante gente malagradecida con aquello que muchos ni siquiera saben que existe.