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La evolución que no fue
Las nubes nocturnas mugían gritos de angustia, y a la vez se teñían de rojo anticipando otra lluvia de muerte. Otra noche donde las pocas vidas humanas restantes correrían como hormigas bajo un techo para que el ácido del cielo no rasgara cada fibra de su piel cual papel marchito.
Escombros de edificios coronados por calaveras, restos de drones ensangrentados por doquier y pozos radioactivos fosforescentes eran los más recientes espejos de la Tercera Guerra Mundial. El mundo apocalíptico había llegado. En semejante miseria, Max era un hombre cincuentón que, ya viudo y torturado, no veía mayor dolor que el de no encontrar pan. Sus caminatas diarias entre mutilados y olores putrefactos, sólo valían la pena si encontraba al menos una hogaza. Un día—o noche, como todos los días—Max se vio sorprendido porque en lugar de encontrar comida, se topó con una multitud que levantaba escombros. Cuando él se aproximó, se dio cuenta que se oían tenues quejidos de una niña. —¿Cuánto tiempo llevan en esto?—preguntó Max apartando bestialmente a todos. —Señor, ¿me quiere matar?—reclamó una jovencita que cayó al suelo con medio cuerpo vendado. —Mataré a todos si no me dejan salvar a la niña—gritó Max tumbando a dos enrabiados más al suelo. Max asociaba vagamente esa voz de dolor a la su hija desaparecida. Después de espantar y avivar el caos varias veces, y trabajar en equipo unos minutos, la determinación salvaje de Max levantó el último pedazo de pared filoso que cubría a la niña. Max dejó de respirar. Era una muñeca. Un maldito juguete defectuoso que chillaba. Ni él ni nadie se imaginó era la trampa más cruel de todas. El lamento para otro lamento más grande. Tras unos segundos de decepción, el terror se apoderó de Max y los demás al ver que el juguete llorón era alcanzado por una mano hecha de muchas patas marrones que circulaban temblorosas entre sí. Una marea de pus beige y podrido surgió como un chorro de aquel hueco entre el apocalipsis, y se hizo visible ante todos como un humano revistado de cien mil cucarachas gordas y palpitantes. Nadie había visto semejante horror desde que había comenzado la Tercera Guerra Mundial. Quién podía creer que quedaba vivo alguien, y aún más alguien hecho cucarachas. —¿Qué cosa asquerosa eres?, ¿acaso ya deambulo en el infierno?—preguntó Max a aquello después de escupir varias veces y ver cómo todos escapaban de espanto. Esa cosa pareció entender lo dicho por Max y las cucarachas empezaron a reventar en lo que era la zona de la cabeza. Todo un montón de líquido gris descendió por el cuello y hombros, hasta que la cara de aquel bicho se vio: era el famoso físico Stephen Tyresse. —¿No es fantástico como la inmunidad radioactiva de las cucarachas me mantiene fresco?—vociferó el científico antes de soltar una carcajada estruendosa. —Debían salvarnos a nosotros, no matarnos para vivir ustedes luego como bichos raros—respondió Max, lanzándole una piedra al demente. Pero el físico—el cucaracho—hizo que todo su cuerpo se aplastara y evadiera un golpe mortal. En un pestañeo, Max contempló como un científico antes esperanzador, ahora del terror, se cernía sobre él nuevamente cual una ola que crujía como huesos que se reventaban. Max intentó escapar con su cansado cuerpo, pero un gemido de dolor resonó primero cuando chocó con una cabilla que partió una de sus rodillas al intentar correr. De reojo, y temblando, pudo contemplar desde el suelo cómo el ejército más asqueroso también se arrastraba con tal de poseer su cuerpo, devorando cada dedo, cada hebra de cabello, cada jadeo de angustia. Max estaba siendo enterrado vivo. Esto fue tan llamativo que los que antes sufrieron por levantar escombros con él, corrieron de vuelta para echar lo último de combustible que tenían, sobre aquella masa tragahombres, y lanzar un encendedor para que ardiera—ojalá para siempre—hasta hacerse cenizas todo lo monstruoso que había provocado el hombre.
Escombros de edificios coronados por calaveras, restos de drones ensangrentados por doquier y pozos radioactivos fosforescentes eran los más recientes espejos de la Tercera Guerra Mundial. El mundo apocalíptico había llegado. En semejante miseria, Max era un hombre cincuentón que, ya viudo y torturado, no veía mayor dolor que el de no encontrar pan. Sus caminatas diarias entre mutilados y olores putrefactos, sólo valían la pena si encontraba al menos una hogaza. Un día—o noche, como todos los días—Max se vio sorprendido porque en lugar de encontrar comida, se topó con una multitud que levantaba escombros. Cuando él se aproximó, se dio cuenta que se oían tenues quejidos de una niña. —¿Cuánto tiempo llevan en esto?—preguntó Max apartando bestialmente a todos. —Señor, ¿me quiere matar?—reclamó una jovencita que cayó al suelo con medio cuerpo vendado. —Mataré a todos si no me dejan salvar a la niña—gritó Max tumbando a dos enrabiados más al suelo. Max asociaba vagamente esa voz de dolor a la su hija desaparecida. Después de espantar y avivar el caos varias veces, y trabajar en equipo unos minutos, la determinación salvaje de Max levantó el último pedazo de pared filoso que cubría a la niña. Max dejó de respirar. Era una muñeca. Un maldito juguete defectuoso que chillaba. Ni él ni nadie se imaginó era la trampa más cruel de todas. El lamento para otro lamento más grande. Tras unos segundos de decepción, el terror se apoderó de Max y los demás al ver que el juguete llorón era alcanzado por una mano hecha de muchas patas marrones que circulaban temblorosas entre sí. Una marea de pus beige y podrido surgió como un chorro de aquel hueco entre el apocalipsis, y se hizo visible ante todos como un humano revistado de cien mil cucarachas gordas y palpitantes. Nadie había visto semejante horror desde que había comenzado la Tercera Guerra Mundial. Quién podía creer que quedaba vivo alguien, y aún más alguien hecho cucarachas. —¿Qué cosa asquerosa eres?, ¿acaso ya deambulo en el infierno?—preguntó Max a aquello después de escupir varias veces y ver cómo todos escapaban de espanto. Esa cosa pareció entender lo dicho por Max y las cucarachas empezaron a reventar en lo que era la zona de la cabeza. Todo un montón de líquido gris descendió por el cuello y hombros, hasta que la cara de aquel bicho se vio: era el famoso físico Stephen Tyresse. —¿No es fantástico como la inmunidad radioactiva de las cucarachas me mantiene fresco?—vociferó el científico antes de soltar una carcajada estruendosa. —Debían salvarnos a nosotros, no matarnos para vivir ustedes luego como bichos raros—respondió Max, lanzándole una piedra al demente. Pero el físico—el cucaracho—hizo que todo su cuerpo se aplastara y evadiera un golpe mortal. En un pestañeo, Max contempló como un científico antes esperanzador, ahora del terror, se cernía sobre él nuevamente cual una ola que crujía como huesos que se reventaban. Max intentó escapar con su cansado cuerpo, pero un gemido de dolor resonó primero cuando chocó con una cabilla que partió una de sus rodillas al intentar correr. De reojo, y temblando, pudo contemplar desde el suelo cómo el ejército más asqueroso también se arrastraba con tal de poseer su cuerpo, devorando cada dedo, cada hebra de cabello, cada jadeo de angustia. Max estaba siendo enterrado vivo. Esto fue tan llamativo que los que antes sufrieron por levantar escombros con él, corrieron de vuelta para echar lo último de combustible que tenían, sobre aquella masa tragahombres, y lanzar un encendedor para que ardiera—ojalá para siempre—hasta hacerse cenizas todo lo monstruoso que había provocado el hombre.
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