
Foto propia
Frituras de una empanadera
Mi abuela era una señora madrugadora, de esas que llevaban el sartén de empanadas —más masa, más grasa—en la cabeza, los teteros de guasacaca en una mano y un tobito de maltas en la otra. Ella era la Santa Trinidad del desayuno encarnado.
Llegaba al muelle apenas el sol bostezaba, y los marinos de ferrys y atuneros corrían para piropearla mientras ella iba sirviendo las de cazón y las de caraota. —Odelia, tú que eres buenamoza y trabajadora, allá en la isla te va ir mejor—le comentaba un marino desdentado después de bañar su empanada en guasacaca. —Si, chica, vente con nosotros un día. Nada te va a faltar—proponía otro más maduro con un tono igual de pícaro. Según mi abuela, ella no dejaba tierra firme por mi hermanita y por mí. Yo digo que era porque temía más al mar que a mi abuelo recién cobrado. Pero una mañanita—me contó mi abuela—vino a pasar algo impresionante que hasta el día de hoy sigo recordando cada vez que visito su tumba. —Ay, mijitico, tú no sabes…—así empezaba mi abuela alguna anécdota curiosa, pero aquella vez ella sudaba, sudaba sin haber hecho la primera empanada. —¿Qué pasó, abuelita?—le insistí, hasta que volvió en sí. Una mañanita de esas—susurró Odelia aquella vez—le compraron los marinos de siempre en el muelle, pero hubo uno que le rogó como cien veces que se subiera al barco. Ella le replicó hasta con boca torcida que no podía, que su faena aún era joven. —Hay un nuevo capitán extranjero que desea conocerla. No sabe de tus empanadas, Odelia. No seas asocial, chica—le dijo aquel marino casi que con rosario en mano. Fue tanta la cuestión que hasta abuelita dijo que se puso una orquídea en la oreja antes de subir. —A tu abuelo se le había ido el amor, pero a mí no—recuerdo que añadió ella en medio de la anécdota con una carcajadota. Odelita me contó que cuando llegó a la cabina del capitán no podía creer que veía a aquel rubio de hebras largas y ojos marinos. Hablaba un español gringo gracioso. —HAla, Odelitah, yo ser Boch, muy bien, ¿y tú?—repitió par de veces el capitán antes de que mi abuela reaccionara, según ella. Ella estuvo rato hablando y riendo con este extranjero. Parecía saber más de la costa, que los propios locales. Entonces entre apariencia y mente, a mi abuela le parecía un diez su nuevo pretendiente. Pero faltaba la prueba de fuego. —Dígame, capitán Boch, ¿de cazón o de caraota?—preguntó altiva y sonrojada mi abuela inclinando el sartén con sus *empanadas*. Pero ella no obtuvo la respuesta que quería porque cuando se fijó bien, el querido Boch sonrió maquiavélicamente, y Odelia dijo que de las ranuras entre sus dientes, salieron tentaculitos que hicieron que se le cayera el sartén con todo y *empanadas*. Ella se persignó y quiso encontrar a los marinos que antes le acompañaron, mas sólo encontró una fría brisa vespertina que la dejó aún más tiesa en cubierta. De pronto volteó de nuevo hacia atrás, y era Boch, altísimo, opaco y tuerto, que se arrancaba un tentáculo de la boca, antes de abrirla como una ballena para intentar tragar a mi abuelita. Ella dice que pegó un grito, al tiempo que salió corriendo para lanzarse al agua. Odelita dijo que se golpeó fuerte una pierna, pero que nunca aquel tipo pudo tocarle un pelo. Unos pescadores que estaban por ahí la montaron en su botesito e intentaron calmarla al verla alterada y sin su sartén. Ella habló, y los pescadores se miraron entre sí sin parpadear. Sólo uno dijo “te salvaste del atunero comegente”. Tiempo después mi abuela se enteró que en realidad había subido a un barco fantasma, cuyo capitán había sido un gringo que naufragó cerca de la costa. El tipo siempre creyó fue culpa de los locales que le jugaron sucio, y por eso regresaba en amaneceres oscuros para descobrársela tanto como pudiera.
Llegaba al muelle apenas el sol bostezaba, y los marinos de ferrys y atuneros corrían para piropearla mientras ella iba sirviendo las de cazón y las de caraota. —Odelia, tú que eres buenamoza y trabajadora, allá en la isla te va ir mejor—le comentaba un marino desdentado después de bañar su empanada en guasacaca. —Si, chica, vente con nosotros un día. Nada te va a faltar—proponía otro más maduro con un tono igual de pícaro. Según mi abuela, ella no dejaba tierra firme por mi hermanita y por mí. Yo digo que era porque temía más al mar que a mi abuelo recién cobrado. Pero una mañanita—me contó mi abuela—vino a pasar algo impresionante que hasta el día de hoy sigo recordando cada vez que visito su tumba. —Ay, mijitico, tú no sabes…—así empezaba mi abuela alguna anécdota curiosa, pero aquella vez ella sudaba, sudaba sin haber hecho la primera empanada. —¿Qué pasó, abuelita?—le insistí, hasta que volvió en sí. Una mañanita de esas—susurró Odelia aquella vez—le compraron los marinos de siempre en el muelle, pero hubo uno que le rogó como cien veces que se subiera al barco. Ella le replicó hasta con boca torcida que no podía, que su faena aún era joven. —Hay un nuevo capitán extranjero que desea conocerla. No sabe de tus empanadas, Odelia. No seas asocial, chica—le dijo aquel marino casi que con rosario en mano. Fue tanta la cuestión que hasta abuelita dijo que se puso una orquídea en la oreja antes de subir. —A tu abuelo se le había ido el amor, pero a mí no—recuerdo que añadió ella en medio de la anécdota con una carcajadota. Odelita me contó que cuando llegó a la cabina del capitán no podía creer que veía a aquel rubio de hebras largas y ojos marinos. Hablaba un español gringo gracioso. —HAla, Odelitah, yo ser Boch, muy bien, ¿y tú?—repitió par de veces el capitán antes de que mi abuela reaccionara, según ella. Ella estuvo rato hablando y riendo con este extranjero. Parecía saber más de la costa, que los propios locales. Entonces entre apariencia y mente, a mi abuela le parecía un diez su nuevo pretendiente. Pero faltaba la prueba de fuego. —Dígame, capitán Boch, ¿de cazón o de caraota?—preguntó altiva y sonrojada mi abuela inclinando el sartén con sus *empanadas*. Pero ella no obtuvo la respuesta que quería porque cuando se fijó bien, el querido Boch sonrió maquiavélicamente, y Odelia dijo que de las ranuras entre sus dientes, salieron tentaculitos que hicieron que se le cayera el sartén con todo y *empanadas*. Ella se persignó y quiso encontrar a los marinos que antes le acompañaron, mas sólo encontró una fría brisa vespertina que la dejó aún más tiesa en cubierta. De pronto volteó de nuevo hacia atrás, y era Boch, altísimo, opaco y tuerto, que se arrancaba un tentáculo de la boca, antes de abrirla como una ballena para intentar tragar a mi abuelita. Ella dice que pegó un grito, al tiempo que salió corriendo para lanzarse al agua. Odelita dijo que se golpeó fuerte una pierna, pero que nunca aquel tipo pudo tocarle un pelo. Unos pescadores que estaban por ahí la montaron en su botesito e intentaron calmarla al verla alterada y sin su sartén. Ella habló, y los pescadores se miraron entre sí sin parpadear. Sólo uno dijo “te salvaste del atunero comegente”. Tiempo después mi abuela se enteró que en realidad había subido a un barco fantasma, cuyo capitán había sido un gringo que naufragó cerca de la costa. El tipo siempre creyó fue culpa de los locales que le jugaron sucio, y por eso regresaba en amaneceres oscuros para descobrársela tanto como pudiera.
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