Mi historia comienza así:
Mi madre conoció a un cantante que le sacaba dos buenas décadas. Ella era de una provincia, él de otra, pero ambos trabajaban en una tercera intermedia. Eran polos opuestos. Se pusieron de acuerdo el tiempo suficiente como para casarse, tener una hija (que ya va para 30) y criarla hasta los 9. Luego, la hecatombe.
Mi padre. Oh, mi padre. El autor de mis días, y del 50% de mis traumas 🤣. Según mi madre, de él vienen todos mis defectos. Según él, también vienen todas mis virtudes. Es como si yo fuera un calco al carbón de mi padre. La cosa más irónica que me ha pasado en la vida es cada día parecerme más, físicamente, a mi tía paterna, quien intentó hacerme un ADN. Mi alergia más rara la saqué de dicha tía. La vida tiene una manera hermosa de mordernos el...
El divorcio fue tan espantoso que los objetos volantes en mi casa estaban perfectamente identificados: platos, calderos, zapatos, floreros, cualquier cosa que no estuviera pegada al piso. Las cosas que se dijeron delante de mí, las manipulaciones que intentaron hacerme. A los 9 años, dejé de idealizar a mis padres. Por ello pagué (pagamos todos) un precio que sigue al día de hoy. Los amo, pero no los respeto. Es lo que hay.
Dicen que uno solo perdona a sus padres cuando tiene sus propios hijos. Todavía no ha pasado y, sinceramente, no creo que vaya a pasar. No creo que alguien como yo deba tenerlos.
Todas las cosas que odio de mí, están relacionadas directamente con mi padre. Sin embargo, ese viejito de 77 años también es parte fundamental de lo que amo de mí misma.
Mi padre es el Señor de los Ovnis. Nació en la versión cubana de Macondo. Ha tenido mil y un trabajos, de cualquier cantidad de cosas distintas. Ha vivido en cuanto caserío, pueblo o ciudad de este país ud pueda imaginarse y hasta algunos que ni se imagina. Ha tenido más mujeres de todo tipo que Florentino Ariza. Es un bicho raro que habla esperanto, me enseñó a leer CF y cree en varias teorías conspirativas y en los aliens ancestrales con toda su alma 👽
Soy escritora gracias a mi padre. Escribo Ciencia Ficción, gracias a él. Mi cerebro está cableado como le da la gana, igual que el suyo. Si hablo inglés desde niña es porque él lo exigió. Si tengo tantos intereses, es porque él los alentó. Si hoy en día puedo hacer plata simplemente hablando, es porque él era igual. Gracias a su educación, mi mundo interior es una catedral gótica en vez de una capillita.
Por eso, durante mucho tiempo mi única alma gemela fue mi padre. Nos entendíamos, porque nadie más lo hacía. Si él se sentía tan solo como me siento yo, es comprensible que al verme llegar, a sus casi 50, decidiera crear un calco de sí mismo.
Lo logró. Para bien o para mal.
My story begins like this:
My mother met a singer two decades her senior. She was from one province, he from another, but they both worked in a third, somewhere in between. They were opposites. They agreed long enough to marry, have a daughter (now pushing 30), and raise her until she was nine. Then—catastrophe.
My father. Oh, my father. The author of my days, and 50% of my traumas 🤣. According to my mother, all my flaws come from him. According to him, so do all my virtues. It’s like I’m a carbon copy of my father. The most ironic thing that’s ever happened to me is how, as time passes, I look more and more like my paternal aunt—the one who once demanded a DNA test. My weirdest allergy? Inherited from that same aunt. Life has a beautiful way of biting us in the...
Their divorce was so horrific that the flying objects in our house were easily identifiable: plates, pots, shoes, vases—anything not nailed down. The things they said in front of me, the manipulations they tried. By age nine, I stopped idealizing my parents. For that, I paid (we all paid) a price that still lingers today. I love them, but I don’t respect them. That’s just how it is.
They say you only forgive your parents when you have children of your own. That hasn’t happened yet, and honestly, I doubt it will. I don’t think someone like me should have kids.
Everything I hate about myself ties directly to my father. Yet that 77-year-old man is also fundamental to everything I love about myself.
My father is the Lord of UFOs. He was born in Cuba’s version of Macondo. He’s held a thousand odd jobs, dabbled in countless trades. He’s lived in every hamlet, town, or city you can imagine here—and some you can’t. He’s had more women of every kind than Florentino Ariza. He’s a weirdo who speaks Esperanto, taught me to love sci-fi, and believes in conspiracy theories and ancient aliens with his whole soul 👽.
I’m a writer because of my father.
I write science fiction because of him.
My brain is wired chaotically, just like his.
If I’ve spoken English since childhood, it’s because he insisted.
If I have so many interests, it’s because he encouraged them.
If today I can make money just by talking, it’s because he could too.
Thanks to his upbringing, my inner world is a Gothic cathedral instead of a roadside chapel.
That’s why, for the longest time, my only kindred spirit was my father. We understood each other, because no one else did. If he felt as lonely as I do, it makes sense that when I arrived—as he neared 50—he decided to mold a copy of himself.
He succeeded. For better or for worse.