Desde pequeño decía que quería ser médico.
Pero, en realidad, ese era el deseo de mi padre.
Al graduarme de bachiller le di una noticia que le borró la sonrisa: no iba a estudiar medicina; me iba por la ingeniería eléctrica.
La decisión nació porque me había enamorado de la física en quinto año, y esa materia tenía mucho que ver con la electricidad.
Cuando ingresé a la universidad, en el básico, conocí a mucha gente y me junté con cinco compañeros que se volvieron inseparables. Entre ellos estaba un hijo del famoso Fabricio Ojeda. Ese tipo era un duro para las matemáticas, y cuando yo me quedaba trancado, él me explicaba hasta hacerme salir victorioso del atolladero.
Todos se fueron por la vía de la computación, y yo quedé en electrónica. Eso no fue motivo para separarnos; nos seguíamos viendo. Pero algo sucedió: en nuestras reuniones ellos hablaban de diagramas de flujo, de programas y de temas que me atrapaban. Fue entonces cuando dije: lo mío no es la electricidad ni la electrónica, lo mío es la computación.
Si hay que hablar de una Aspasia, yo diría que en mi caso fueron varias personas las que me señalaron el camino que me ha traído hasta aquí.
Por eso mi reconocimiento es para mi profesor de física de quinto año, Ramón Colmenares; para mi compañero de universidad, Alonso Ojeda; y para mis demás compañeros, siempre metidos en lógica y programación: Carlos, Nancy y Nixon.
Debo rendir homenaje también a un desconocido. Antes de entrar a la universidad, todavía en el San Vicente de Paul y a punto de graduarme de bachiller, iba caminando a casa con varios compañeros de distintos cursos. En el trayecto nos topamos con uno que ya había salido del liceo. Yo no lo conocía, pero los demás sí.
Uno le preguntó qué estaba estudiando en la universidad, y él respondió: computación. Allí quedé picado de culebra. Homenaje a ese que tiene mucha culpa en mi decisión final.
Gracias, Emilio, por revolver los recuerdos. La estoy pasando muy bien con tus publicaciones.
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