The nights at the Red Dragon Inn were long and quiet, but this one was different. A man with his hair tied in a messy topknot and a wild beard sat alone in a corner, his gaze lost in the bottom of a cup of sake. One hand rested on the hilt of a katana, as if he feared someone might try to take it from him.
His name was Kenjiro, and his name was once synonymous with honor and glory. He had served under the banner of a great feudal lord, protecting the empire's borders from invading clans.
His lord, blind with envy for the loyalty Kenjiro inspired, accused him of conspiring with the enemy. In the blink of an eye, Kenjiro went from being the province's hero to a ronin, a samurai without a master. He wandered the dusty roads, his only companions his sword and the shadow of his dishonor.
That night, however, the past caught up with him. At the inn's threshold, a figure covered by a thick cloak stopped. Kenjiro didn't need to see his face to know who it was. His muscles tensed, his grip on the katana's hilt tightening. It was Toshiro, the man who had betrayed him and taken his place as the lord's most trusted warrior.
Toshiro approached Kenjiro's table, said nothing, and sat across from him. The tension in the air was so thick you could almost cut it with a knife. The story wasn't about revenge, but about redemption. Toshiro had brought a scroll sealed with the emblem of his former lord, a letter of forgiveness, a call to return. The lord was ill and on the verge of death, and on his deathbed, he had admitted his mistake.
But Kenjiro was no longer the same. The life of a ronin had taught him that honor is not found in a lord's words, but in the edge of one's own sword and in the heart. With a calm motion, Kenjiro drew his katana, not to attack Toshiro, but to slice the scroll in two. Then, with the same calm, he stood up and walked to the door, leaving Toshiro alone in the darkness of the inn.
His path was no longer that of a samurai serving a lord, but that of a free warrior, with his own law and his own justice. And as he walked away into the night, the early morning breeze caressing his face, he knew that his true honor was not in a title, but in the path he chose for himself.
ESPAÑOL
Las noches en la posada del Dragón Rojo eran largas y silenciosas, pero esta era distinta. Un hombre con el cabello recogido en un moño desordenado y una barba salvaje se sentó solo en un rincón, con la mirada perdida en el fondo de una taza de sake. Llevaba una mano sobre la empuñadura de una katana, como si temiera que alguien intentara arrebatársela.
Se llamaba Kenjiro, y su nombre alguna vez fue sinónimo de honor y gloria. Había servido bajo el estandarte de un gran señor feudal, protegiendo las fronteras del imperio de los clanes invasores.
Su señor, ciego de envidia por la lealtad que Kenjiro inspiraba, lo acusó de conspirar con el enemigo. En un abrir y cerrar de ojos, Kenjiro pasó de ser el héroe de la provincia a un ronin, un samurái sin amo. Vagó por los caminos polvorientos, con la única compañía de su espada y la sombra de su deshonor.
Esa noche, sin embargo, el pasado lo alcanzó. En el umbral de la posada, se detuvo una figura cubierta por un grueso manto. Kenjiro no necesitó verle el rostro para saber quién era. Sus músculos se tensaron, el agarre sobre la empuñadura de la katana se hizo más fuerte. Era Toshiro, el hombre que lo había traicionado y ocupado su lugar como el más confiable de los guerreros del señor.
Toshiro se acercó a la mesa de Kenjiro, sin decir una palabra, y se sentó frente a él. La tensión en el aire era tan densa que casi se podía cortar con un cuchillo. La historia no se trataba de una venganza, sino de una redención. Toshiro había traído consigo un pergamino sellado con el emblema de su antiguo señor, una carta de perdón, un llamado a regresar. El señor estaba enfermo y a punto de morir, y en su lecho de muerte, reconoció su error.
Pero Kenjiro ya no era el mismo. La vida de un ronin le había enseñado que el honor no se encuentra en las palabras de un señor, sino en el filo de la propia espada y en el corazón. Con un movimiento tranquilo, Kenjiro desenvainó su katana, no para atacar a Toshiro, sino para deslizar el pergamino en dos. Luego, con la misma calma, se levantó y se dirigió a la puerta, dejando a Toshiro solo en la oscuridad de la posada.
Su camino ya no era el de un samurái al servicio de un señor, sino el de un guerrero libre, con su propia ley y su propia justicia. Y mientras se alejaba en la noche, con la brisa de la madrugada acariciando su rostro, supo que su verdadero honor no estaba en un título, sino en el camino que eligió para sí mismo.
