Bienvenidos a mi blog.
En una casita rodeada de lindas colinas verdes y cielos despejados vivía Eyla, una niña de ojos grandes y voz suave, con una sensibilidad especial que la hacía ver el mundo de una forma única. Eyla era Asperger, y aunque a veces le costaba entender las emociones de los demás, tenía un corazón lleno de luz y una conexión profunda con la naturaleza.
Su color favorito era el azul, no el azul triste, sino el azul que brilla en las flores, en el cielo, al amanecer, en los sueños que se susurran al viento. En su cumpleaños número ocho, su padre, que conocía bien su amor por ese color, le regaló un pequeño ramo de flores azules. Eran delicadas, con pétalos suaves como alas de mariposa, y un aroma que parecía contar secretos.
Son tuyas, Eyla, para que las cuides como cuidas tus pensamientos; le dijo su padre, entregándole el ramo envuelto en papel de seda.
Eyla no lo dudó en admirar las hermosas flores. Esa misma tarde, con sus manos pequeñas y decididas, cavó pequeños huecos en el patio de tierra seca y sembró cada flor con cuidado. Les habló en voz baja, les cantó melodías inventadas, y les prometió que crecerían fuertes, aunque todos le decían que esas flores no echaban raíces en ese tipo de suelo.
No van a crecer, Eyla; le decían los vecinos. Esas flores no son para este clima.
Pero ella no escuchó y cada mañana, antes de desayunar, salía con su regadera azul y les daba agua, les hablaba de sus sueños, les contaba historias de estrellas y mariposas. Con el paso de los días, muchas de las flores comenzaron a marchitarse. Sus pétalos se cerraban, sus tallos se doblaban, y el patio se fue llenando de silencio.
Todos pensaron que Eyla se rendiría, pero no fue así; ella encontró una sola flor que aún resistía, pequeña y frágil, pero viva. La llamó “Azulina” y le dedicó todo su amor. Le cantaba con voz dulce, le acariciaba las hojas, le hablaba como si fuera su amiga más fiel.
Tú puedes, Azulina. Yo creo en ti; susurraba cada tarde.
Y entonces, algo mágico ocurrió. Azulina comenzó a crecer, sus raíces se aferraron a la tierra con fuerza, sus hojas se hicieron más verdes, y sus pétalos más intensos. Era como si el amor de Eyla la hubiera despertado. De sus ramas, nacieron nuevas semillas, y Eyla las sembró con el mismo cuidado, una por una.
Con el tiempo, el patio se transformó en un jardín azul. Flores por todas partes, bailando con el viento, brillando bajo el sol. Eyla caminaba entre ellas con su vestido celeste, feliz, como si estuviera dentro de un sueño hecho realidad.
Desde entonces, cada año en su cumpleaños, Eyla recogía flores azules de su jardín y las repartía entre sus vecinos. Ya no le decían que no crecerían. Ahora esperaban con emoción el “Día de las Flores Azules”, como lo llamaban todos. Era una celebración de esperanza, de paciencia, de creer en lo invisible.
Eyla nunca dejó de cuidar su jardín. Para ella, cada flor era una historia, una emoción, una parte de su alma y aunque no siempre entendía el mundo como los demás, había aprendido que el amor, la constancia y la fe podían hacer florecer incluso lo que parecía imposible.
# Paso a paso







Ilustración creada a través del programa Medibang Paint Pro
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