Siempre pensé que la confianza era un terreno sagrado,
pero descubrí que su suelo es frágil,
y que la fidelidad y la lealtad, tan humanas,
se quiebran como cristales en manos temblorosas.
Nos sorprende el desengaño,
porque esperamos demasiado de quienes también son vulnerables,
y terminamos heridos por lo que jamás creímos posible.
Tal vez me equivoqué.
O quizás —y con certeza—, me equivoqué por completo.
La verdad es que fui yo quien confió;
fui yo quien supuso que los seres humanos no erramos,
y en esa ilusión ingenua,
me olvidé de que la imperfección es nuestra marca más pura.
Al final, quien ha fallado he sido yo.
Como tantas veces, las desilusiones que vivimos
nacen, en gran parte, de nuestras propias manos.
Y no es un error confiar,
el error es esperar demasiado,
sin comprender que hay emociones, circunstancias,
y tempestades ocultas en cada alma,
capaces de torcer una decisión o cambiar un gesto.
Ese recordatorio, aunque amargo,
nos devuelve a la realidad:
no es el mundo el que se derrumba,
somos nosotros quienes, por instantes,
nos volvemos irracionales.
También existen quienes hacen de la confianza un arma,
quienes se alimentan del engaño,
y eso tampoco debería sorprendernos:
la vida no siempre se adorna con bondad.
Esa comprensión me hizo desconfiado.
Y, lo más triste, desconfié de mí mismo.
Me traicioné, me fallé,
y en esa paradoja absurda me descubrí juez, fiscal y abogado
de mis propios pensamientos.
Cuando alguien falta, imagino excusas,
evalúo pruebas invisibles,
y dicto sentencia contra mí mismo:
“¿Quién me mandó a confiar?”
Entonces llega la nostalgia,
o la decepción que pesa como piedra,
al descubrir que no es culpa del otro,
sino mía, por haber esperado demasiado.
De ese dolor nació una semilla:
ahora pienso más, actúo con prudencia,
camino con cuidado.
Pero también floreció la crítica excesiva:
no hacia los demás, sino hacia todo,
especialmente hacia mí,
provocando a veces una guerra silenciosa dentro de mí mismo.
¿Es todo relativo?
No. Algunas verdades son completas, inmutables.
Pero bajo este cielo inmenso,
la vida es moldeable,
y en ese vaivén de certezas y dudas
se esconde una nostalgia serena,
como un eco que nos recuerda
que todo, incluso nosotros,
puede cambiar.
Ismael D. Rodríguez
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