Eros risueño se deleita en la visión de Psique laboriosa.
Psique, mientras viene y va, le regala su desdén furtivo.
—Psique, acércate y di lo que te mueres por decir.
Ella frente a él: mirándolo, en silencio, furibunda.
El se aproxima. Busca sus ojos, alza un brazo, le pasa un dedo por la mejilla.
Baja hasta sus senos acariciándole un pezón:
—Ríndete, cesa, piérdete —sugiere.
—Tú… Eros… susurras: "Yo te amo".
»Yo anhelo que gritemos juntos: "¡Nosotros nos amamos!"
Psique se despoja de sus ropas. Desnuda al completo:
—Dime, ¿qué ves? ¿Me ves a mí? ¿Ves a Psique o tan solo a tu deseo?
—Eres tú y te amo. Si se que no estás, Psique te deseo más, más, mucho más…
Ella se acerca hasta él y lo besa en la frente, se abrazan, cierran los ojos y suspiran.
—Dices que me amas, demuéstramelo… —ruega desesperada—. Por favor…
No quiere promesas. Solo quiere liberarse del torbellino que la posee.
Eros la penetra muy despacio, dilatando el placer. En lo más hondo, Psique se siente completa. Después; comprende el significado de la magia, oculto tras el ritmo de su amante.
Se duermen mientras se miran el uno al otro…
Se separan sin despedirse, sin hablar, sin tocarse, sin besarse.
Un dolor nuevo, desconocido desborda a Eros: herido de muerte por la semilla de la conciencia, que Psique ha plantado en él.
Psique llora desconsolada. La angustia la apresa, la devora: moribunda por la mano de la pasión, que Eros ha hecho crecer en ella.
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