Sangre azul
Erase una vez que se era, y en el tres veces décimo reino…
La Princesa tomó las manos de Iván entre las suyas y lo supo: ¡Era débil! Ella no se casaría con alguien indigno. El tendría que demostrar valor, y que era justo merecedor tanto de ella como de su grandeza.
Se hizo correr el rumor de que Iván quizás no era el héroe valiente y astuto que todos creían, que su honestidad era interesada, que sus orígenes eran oscuros. Las gentes del pueblo hicieron suyas las dudas con rapidez, pero no en la forma esperada. Se empezó a cuestionar la virilidad de Iván: que jamás preñaría a la Princesa, que no había mujer que levantase esa liebre, que arrastraba el peso de una maldición.
El asunto alcanzó tales proporciones que se convirtió en problema de estado. El Consejo Real estimó como necesaria una demostración fehaciente de la virilidad de Iván. Se eligió entre la nobleza a una doncella que se consideró apropiada: su familia obligada a vender su honra y ella misma a tomar los hábitos religiosos. La Princesa, Iván y lo más granado de la nobleza trataron de desbaratar, infructuosamente, tamaña desfachatez.
Y llegó el día asignado para la prueba. La doncella, Iván y el Consejo Real al completo se encerraron en una alcoba del palacio. Un ejército de criadas —eficientes— desnudó a la doncella primero —eficaces— a Iván después. Se inspeccionó, minuciosamente, el cuerpo de la muchacha: se la obligó a girar sobre sí misma, a agacharse, a sopesarse los senos, a separarse las nalgas, a mostrar sus labios, a acariciarse.
La doncella conocía a Iván, había llamado su atención en el pasado, incluso la había cortejado. Iván no pudo evitar que una erección salvaje se mostrase, desafiante, poseyendo a su miembro viril. El regocijo fue general. «¡Sus instintos eran naturales! ¡No había problemas hidráulicos!». Solo restaba verificar el desempeño en penetración. Se tumbó bocabajo a la doncella, se le ordenó abrir ligeramente las piernas y se rogó a Iván que se introdujese en ella. El procedió. Examinaron la situación, los obligaron a girarse a un lado y al otro, y finalmente, concluyeron que la penetración parecía funcional. Aliviados, los miembros del Consejo Real ordenaron a la doncella que abandonase la alcoba, puesto que daban la prueba por finalizada y en forma satisfactoria. Ella se volvió hacia ellos y dijo: —Habéis comprado mi honra y yo la he vendido. Yo estoy cumpliendo con mi parte del trato. Os exijo que cumpláis con la vuestra.
Iván —que ha permanecido callado— resuelto expulsa de la alcoba al Consejo Real al completo y a todo el servicio. A solas —se miran un instante— salvajes se entregan el uno a buscar la satisfacción propia en la del otro. Poseídos por sus instintos.
Afuera, en la puerta de la alcoba se mezclan las mozas con los consejeros; la expectación y la curiosidad. Pasan las horas.
—¡Tres! !El tercero! ¡Ya van tres!
La algarabía es notable. Las capacidades de Iván causan asombro entre la servidumbre. Tal alboroto intriga a la Princesa que, cuando comprende lo que esta pasando, no puede ocultar su furia y corre a encerrarse en sus aposentos.
Las proezas de Iván agradarán sobremanera al pueblo llano: las cantarán los juglares, las doncellas las reirán, las susurrarán las novicias. La doncella deshonrada ingresará en la orden, ya preñada. La fecha prevista para las nupcias reales, entre Iván y la Princesa, se adelantará notablemente a causa del estado de buena esperanza de la novia. Ambas mujeres en cinta. Iván se considera, él mismo, un hombre afortunado.
—«Vos —mi Rey— naciste el primero, hijo mío. A las horas, vuestra hermana. Su tenue luz se apagó enseguida. Su madre la acompañó, apagándose también».
Tiempos inciertos acechaban el reino: «¡La Reina había muerto sin dar un heredero varón a la corona!». El Consejo Real tomó una decisión osada, desesperada. Se promulgó el siguiente heraldo:
"La Reina ha muerto. ¡Dios la tenga en su gloria!
Alumbró gemelos. Un varón y una hembra.
La hembra falleció al poco de nacer. ¡Dios la guarde junto a su madre!
El varón goza de buena salud. ¡Larga vida al Príncipe!"