Erase una vez que se era, y en el siete veces séptimo reino…
El camino se esconde entre las sombras sinuosas, ansiosas de luna.
—«No te entretengas, no entres en el bosque, que no te alcance la noche» —palabras de su madre.
—¡Mama! —nadie responde.
El universo entero está pendiente de ella: la observa. Las ramas de los árboles, las piedras en el suelo: sospechosas. Sus cabellos que la brisa ondula, los susurros que la inundan de temor: sospechosos también.
Vislumbra una tenue luz a un lado del camino. «Por aquí no vive nadie», abandona la seguridad del sendero hasta una tenebrosa cabaña solitaria. La puerta entreabierta.
—¡Te esperábamos! —una vieja a la vera del fuego acaricia un gato negro.
—¿Señora? —el gato abandona a la vieja y se enreda entre sus piernas.
—Acaso, nadie te dijo que no debes andar sola en la noche.
—Señora, me he perdido…
—¡Mentirosa! —en manos de la vieja, la guirnalda—. Dime, ¿dónde vives?, y no mientas.
El gato, entre sus piernas, entona un suave ronroneo mientras una voz, en su cabeza, advierte: «No lo digas». Pero: —La primera casa después del cruce de caminos.
Despierta. Tumbada sobre la hierba fresca, una corona de margaritas adorna su cabeza. Está en su lugar secreto, prohibido. Allí en un claro —en lo más profundo del bosque— donde pasa las horas ajena a la gravedad del mundo. Una zozobra inexplicable la empuja; sale corriendo, ¡el cruce de caminos!, está cerca de casa, solo ha sido un mal sueño…
Su madre llora, desconsolada, entre los brazos de las vecinas. Su padre, impotente, discute con la curandera y con el párroco. ¡Se muere! Nadie sabe cómo ni porqué. Sin apenas fuerzas, ya no puede hablar, sus últimas horas…
¡Miento! El sacerdote sabe —nunca osará, sumiso al que se debe— conoce los síntomas: en las noches, la niña amamanta a una bruja.
A los niños malos, les pasan cosas malas.