La ama ordena, yo obedezco.
Una luna de miel la ama me hizo llamar a su presencia,
—Sí, ama.
—Estás aquí.
»Han ajusticiado a otro desgraciado.
»Asegurate de que el semen del ahorcado baña la mandragora.
—Sí, ama.
—Ve… ¡Vete ya!
En el árbol del ahorcado estaba expuesto el cuerpo de un muchacho, en el que creí reconocer a alguno de los galanes del valle.
El cuerpo… ¿caliente? ¡Aún con vida!
Nerviosa me abrí paso hasta su flácido sexo. «Si no alimento a la mandragora, la ama me hará azotar». Mis manos se abalanzarón sobre su pene, frotándolo a discreción. Lentamente al principio pero súbitamente —para mi regocijo— el miembro mostró su vigor propio.
Con cautela introduje su glande en mi boca, no reconocí sabor alguno. Mi lengua golpeaba sin tregua aquel glande mientras con mis dos manos abrazaba el tronco de su falo. No tardo en eyacular.
Con sumo cuidado, deposité en las mandragoras la mezcla de su semen y mi saliva, concluyendo el sacrificio que les otorga su mágico poder…
Ahora la ama no está, hace tiempo que nos dejo ya.
La mandrágora alimentada con el semen de un no muerto… quizás…