El sol caribeño se estrellaba contra el zinc corrugado del techo, un lamento caliente que se sumaba al nudo apretado en el pecho de Mariana. Sus manos, curtidas por el trajín de los días vendiendo empanadas en la esquina, acariciaban la superficie áspera del único cuaderno que le quedaba a su hijo menor, Gabriel. Las páginas estaban casi agotadas, igual que la escasa harina en la despensa. Afuera, el bullicio de Caracas seguía su curso, una sinfonía agridulce de cornetas y pregones que contrastaba con el silencio hambriento de su pequeño hogar en Petare.

Fotografía tomada a mis sobrinos con mi teléfono HONOR X
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Desde que la crisis las había golpeado con la fuerza de un huracán, la vida se había convertido en una cuesta empinada y resbaladiza. Mariana recordaba los tiempos en que las neveras estaban llenas y la alegría florecía en las reuniones familiares. Ahora, cada día era una batalla por conseguir el sustento, una danza agotadora entre la escasez y la esperanza.
Su esposo, Rafael, un hombre fuerte y trabajador, se había ido hace meses en busca de un futuro incierto en otro país. Las llamadas eran esporádicas, la voz al otro lado del teléfono cargada de una mezcla de añoranza y frustración. Mariana lo extrañaba con cada fibra de su ser, su ausencia era un hueco doloroso en la cotidianidad.
Veía a los vecinos, familias enteras, rebuscando en la basura, sus rostros marcados por la desesperación. Escuchaba las historias de amigos que habían perdido sus empleos, de jóvenes talentos obligados a emigrar para perseguir sus sueños. Una punzada de rabia impotente le recorría el cuerpo. ¿Por qué tanta dificultad en esta tierra que una vez fue rica y generosa? ¿Por qué sus hijos tenían que crecer con el estómago vacío y la incertidumbre como única certeza?
Recordaba a su vecina, Elena, una maestra jubilada llena de sabiduría y bondad, cuyo hijo había enfermado gravemente y no conseguía los medicamentos necesarios. A pesar de su fe inquebrantable, Elena se consumía lentamente, víctima de un sistema de salud precario y una burocracia indolente. Su partida silenciosa dejó un vacío palpable en la comunidad, un recordatorio sombrío de la fragilidad de la vida.
A veces, la frustración amenazaba con ahogarla. Se preguntaba si algún día vería la luz al final del túnel, si sus hijos conocerían una Venezuela diferente, una donde las oportunidades no fueran un lujo y la dignidad no fuera una quimera. En sus noches de desvelo, rezaba a la Virgen de Coromoto, buscando consuelo y fortaleza en su fe.
Pero en medio de la adversidad, la chispa de la esperanza se resistía a extinguirse. Estaba Gabriel, con su sonrisa traviesa y sus ojos llenos de preguntas. Estaban sus otros hijos, dispersos pero unidos por el amor y la nostalgia. Estaba la solidaridad de algunos vecinos, compartiendo un poco de lo poco que tenían.
Un día, mientras vendía sus empanadas en la calle, una joven se acercó y le compró varias. No solo pagó el precio justo, sino que le dejó una pequeña propina y le regaló un par de lápices de colores para Gabriel. Fue un gesto sencillo, pero para Mariana fue como un rayo de sol en medio de la tormenta.
Al regresar a casa, Gabriel tomó los lápices con una alegría desbordante y comenzó a dibujar en su cuaderno casi vacío. Sus trazos infantiles llenaron el papel de colores vibrantes, de flores imaginarias y cielos despejados. Al verlo, Mariana sintió una punzada de esperanza. Quizás la vida era injusta a veces, sí, pero la capacidad de crear belleza y aferrarse a la alegría, incluso en medio de la dificultad, era una fuerza poderosa que nadie podía arrebatarles. Y en esa pequeña buhardilla de Petare, bajo el sol inclemente, madre e hijo encontraron un resquicio de luz en la tenacidad de su espíritu venezolano.
Los Colores de la Resistencia.
@jere03
· 2025-05-10 02:41
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