El venezolano ha perdido el antídoto que los liberó en otros tiempos y es apenas una sombra difusa en medio de una realidad que se lo come, lo anula y de paso magnifica, porque como toda droga el receptor no se da cuenta que se encuentra en un estado anormal. No importa raza, religión, preferencia política, estrato económico, ni ninguna de las variantes que economistas, sociólogos o profesionales quieran colocar, el problema de nuestro país tiene sus raíces más allá de cualquier hipótesis negativa o positiva, está localizado en la ceguera, espero que sea temporal, del habitante de nuestra tierra.
Ghandi demostró al reino más poderoso del mundo que los hindúes amaban su tierra y morirían por ella si fuese necesario, aunque no era lo ideal, porque eso acabaría con lo más importante para seguir, el amor y este aceptó que era mejor retirarse que acabar con el amor propio de ellos mismos. Años después Ho Chi Min, basado en lo mismo pero no en paz, demostró al imperio más grande del planeta que preferían morir que ser esclavos y que su pueblo por amor moriría, tal como una buena parte lo hizo, y obnubilado por tanto sacrificio este se retiró porque el amor los estaba matando. Es lamentable ver y escuchar como el venezolano ha perdido el amor a sus raíces, a su existencia terrenal y espiritual, ha sido infectado por ese mal que ha destruido imperios como el romano o egipcio, ha propiciado destrucciones divinas como Sodoma y Gomorra y otras. Ha cruzado el límite de la irreverencia o intolerancia y se ha transformado en un ser sin alma para quienes sus propios hijos no son importante, porque es mejor lo efímero que lo trascendental. No importa cuánto daño puede hacer si eso es beneficioso y tampoco hasta donde puedo llegar porque como decía una película, hasta el infinito y más allá.
Para quienes tal vez aun estemos sanos de esa pandemia que carcome las almas y se disfraza de miles de formas, la luz al final del túnel está lejana. No pasa por lo temporal o lo puntual sino por un proceso de retroalimentación, de inyecciones inter segundo de amor, de reflexión sobre la importancia que debe tener para el ser humano ese cordón umbilical que lo ata a lo divino, a lo celestial pero también al lugar donde nace, donde vive, donde ríe y llora; ese pequeño edén que fue escogido para iniciar y tal vez finalizar ese transitar por la vida. Sin esa desinfectación progresiva no habrá cambios, porque todo en el mundo gira de acuerdo a ese don que Dios nos regaló y que puso sin límites en los corazones de las madres, para quienes no hay condiciones o circunstancias que limiten el ser parte de la solución hacia su descendiente. La solución para la enfermedad está en cultivar de nuevo ese amor que nuestros antecesores tuvieron al lugar donde nacieron, vivieron y murieron, sin que este tuviera que ser mayor o menor que la circunstancia que se pudo presentar. Cuando regresemos a ese punto, no habrá imperio, político, caudillo, empresario, consorcio, mesías o cualquier forma dominante que pueda manipular o engañar a quien está saturado del amor a su país, porque detrás de ese amor está el amor de Dios, que es inquebrantable.
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