El jueves pasado, la casa se transformó en un pequeño santuario de vida. Nuestra chihuahua, ya veterana en maternidades, se preparaba para su tercer parto. La veíamos redonda, casi desbordada, pero el ultrasonido solo mostraba dos sacos gestantes. Nos resignamos a una camada pequeña… hasta que la realidad nos desbordó a nosotras también.
Uno a uno, fueron llegando cinco cachorras. Cinco. Como si la vida hubiera decidido multiplicarse en secreto, burlando la tecnología y confiando en el instinto. Cada nacimiento fue una mezcla de asombro y ternura, y yo estuve ahí, acompañando, sosteniendo, limpiando, respirando con ella. No como veterinaria, sino como hembra. Como cuerpo que entiende el esfuerzo, la vulnerabilidad, la fuerza.
Fue un momento profundamente empático. Entre especies, sí, pero también entre historias de cuidado, de entrega, de saber que el dolor puede ser tránsito hacia algo luminoso. Ella me miraba con sus ojos húmedos, y yo le respondía con los míos. No hubo palabras, pero sí una conversación.
Ahora, cinco pequeñas respiran en la casa. Y yo sigo pensando en ese jueves como un ritual compartido. Uno que me recordó que la maternidad, en todas sus formas, es también una forma de resistencia.