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La película no me gustó pero la novela sí. La leí con 17 y fui Florentino desandando en los parques tristes de mi pueblo. La leí con esa ansiedad pueril y desesperada del primer amor, y sentí en carne propia la desazón de aquella promesa rota en un rincón de Cartagena, que al final de la vida se revela, no como una locura obsesiva, sino como la más gloriosa de las lealtades.
Gabriel García Márquez nos regala en El amor en los tiempos del cólera una epopeya de la espera, un desafío al tiempo y a la sensatez. Es la historia de Florentino Ariza, un poeta de cartas de amor que padece la enfermedad más dulce y cruel de todas: la del amor no correspondido, la que se confunde, al principio, con el cólera mismo. Desde el primer instante en que ve a Fermina Daza, la "diosa coronada", su destino queda sellado bajo el signo de una paciencia bíblica. Ella, la mujer de carácter indomable, cede a la pasión juvenil de las cartas perfumadas, solo para abjurar de él con una simpleza brutal al regresar de un viaje: "Un espejismo, eso fue lo que fue". Y ese instante de lucidez adolescente, esa "curación" instantánea, marca el inicio de una travesía de cincuenta y tres años, siete meses y once días, noches incluidas.

Gabo, maestro de la orfebrería verbal, nos sumerge en el bullicio de una ciudad portuaria anónima, pero con el alma de Cartagena, en un Caribe nostálgico y febril. Vemos el mundo girar, las guerras civiles, los avances médicos —simbolizados por el doctor Juvenal Urbino, marido de Fermina—, y sobre todo, la implacable erosión del tiempo sobre los cuerpos. Pero a través de este escenario, Florentino se mantiene como una boya inamovible en el mar del deseo. Su vida, llena de cientos de amoríos efímeros, es solo un paliativo, una forma de mantener el músculo del amor entrenado para el único propósito que lo justifica: esperar a Fermina.
Y es aquí donde el libro me desarma y me redime de su versión cinematográfica. La película, en su afán por capturar el melodrama, se queda en la superficie del romance trillado, incapaz de transmitir la poesía de la perseverancia. La novela, en cambio, es un acto de fe en la literatura como vehículo para trascender la biología y la lógica.
La novela enseña que el amor, el verdadero, no es el arrebato ni la pasión perfecta, sino la resistencia. Aprendí a resistir leyendo esta novela, por Dios. Ya deberías saberlo. La obstinación melancólica de Florentino bordea lo patológico, pero que Gabo la eleva a categoría de épica... es un buque que viaja a buen puerto.

Cuando, al fin, tras la muerte del doctor Urbino, Fermina y Florentino se reencuentran en la vejez, ya no son los jóvenes apasionados. Son dos ancianos maltrechos, que han visto la muerte de cerca y que han comprendido la fragilidad de la vida. Su amor final es un puerto seguro, acaso un cuarto amarillo, un lamerse mutuamente las cicatrices, que florecen de manera tardía, casi ridícula y por ello, más conmovedora.
El final, ese viaje eterno por el río Magdalena bajo la bandera amarilla del cólera, no es solo un escape romántico, es una especie de testamento de que el amor maduro es una isla que se construye fuera del mapa del mundo. Es prueba de que se puede vivir toda una vida para un solo propósito y que, al final, la memoria del corazón, la que elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, es la única verdad que importa.

Por todo lo dicho hasta aquí, y por otras cosas, en materia de amor inconfesables, para mí, este libro no es solo una novela de amor; es un himno a la nostalgia y a la convicción de que hay dolores que, de tan largos, se convierten en la única patria que uno necesita. Leerlo a los diecisiete fue comprender que algunos destinos se eligen no con la euforia, sino con la persistencia. Es el cólera del amor que uno espera no curar nunca.

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