Cada tarde miro al viejo cielo. Fascinada observo su manera de vestirse, despreocupado pero puntual, con la responsabilidad de un farolero. Vaya rutina milenaria. Bien atenta a su trabajo, le veo escoger minuciosamente los colores, destaparlos y contrastar matices. Esto no combina, le oigo decir, y luego sigue probando porque para hacer las cosas mal mejor que no las haga. Y, cuando llega el momento, nos presenta un majestuoso espectáculo con la esperanza infinita de quitarnos el aliento.
Unos días -que viva el desenfreno- se viste de arreboles salvajes y eléctricos y no existe un azul que sea protagonista. Pero por más que quiera no se salva de las tardes de lluvia y recuerdo en que sus tonos son opacos, pero tan opacos. Supongo que a él también le pega la melancolía, ésa que ahora me calla para hacerme tantas preguntas…
¿Nos recordará, el atardecer, cuando ya no estemos? ¿Siquiera se percatará de nuestra ausencia?
El tiempo vuela. Un siglo cabe en un suspiro, y nosotros somos tan débiles y finitos. Prescindibles. Granitos de arena. Motas de polvo en la vastedad del mundo, aunque Kansas lo refiere mejor cuando canta que sólo somos polvo en el viento. Más poético, ¿verdad? Pero al final eso somos: fiel testimonio de caducidad.
El ego no puede soportarlo. En su desesperación construye edificios, monumentos y plazas. Panteones también. Quizá sea una forma de decir que estuvimos aquí, que amamos y lloramos y vivimos, que fuimos aunque ya no somos. Veni, vidi, vici, aunque Julio César sí derrotó al rey del Ponto y nosotros aún no conseguimos vencer a la muerte ni a la impermanencia… Pero lo intentamos.
Se me ocurre también que por eso el hombre pinta y crea esculturas hermosísimas; convierte en poesía a las musas nuevas y revive a las viejas en cada madrugada, y con mismo ahínco frenético compone música y hace cine. Dementes: estamos locos por crear y dejar huella y transmitir este escalofrío que se desliza por la espina dorsal, y si no me crees, te invito a que veas ¡Madre!. Hombre, hemos rezado a los dioses por que lluevan las ideas. ¿Eso no te dice algo?
Quizá la trascendencia es la gran meta del ego.
Quizás el arte no es más que nuestra forma más noble de rebeldía ante el paso del tiempo. Y si así fuere, hagámoslo bien: cantemos, cantemos, cantemos hasta que los pulmones se sequen, pintemos grafitis y flores en cada esquina, compongamos poesía y alabanzas a la vida y a Dios y al universo. ¡Que viva el hoy! Vamos a modelar el barro y a construir edificios espectaculares dignos de reyes, porque lo somos. Pongamos orgulloso a Niemeyer.
Hagamos cine y catarsis, y abandonémonos a la emoción vertiginosa que provoca la imagen. ¡Bailemos! Sí, bailemos, con tela y también desnudos, porque sin ropa nacimos gritones y alegres, porque nacer es una alegría que duele, dice Galeano, entonces giremos en torno a la mesa sin miedo a caer. ¡Estamos vivos, carajo! Hagamos el amor en cada posición y honremos al Kamasutra. Vamos a entregarnos en cuerpo y alma a esta pasión desesperada porque ya no existe el quién sabe sino la certeza de que no hay un mañana.
Hagamos que el cielo nos recuerde… Que las nubes de fuego sean en nuestro honor cuando nos hayamos ido.
Esta fotografía se realizó con la Fujifilm Finepix S4500, y es propiedad de la autora de esta publicación