Dicen que tener plantas en casa es terapéutico. Que purifican el aire, embellecen los espacios y hasta mejoran el ánimo. Yo, con toda la ilusión del mundo, decidí sumarme a ese club de “plant moms” que muestran sus rinconcitos verdes en Instagram. Porque uno llega a una edad donde se acentúa la el “modo señora”.
Spoiler: fracasé rotundamente. Mi primera víctima fue un cactus, lo llamé Filipo, le compré una maceta bonita,todo muy aesthetic para volver mi escritorio súper cool. Supuestamente, era la planta más fácil de cuidar: “solo necesita sol y un poquito de agua de vez en cuando”. Perfecto para mí, pensé.
Pues no. El pobre cactus pasó de verde vivo a un amarillo triste y reseco en cuestión de semanas. No entendí cómo lo logré. ¿No se supone que un cactus sobrevive en el desierto? Entonces, ¿qué clase de tormenta le armé en mi casa para que muriera tan rápido?
Mi abuela dice que las plantas absorben las malas energías. Entonces supongo que tanta energía pesada, que traigo cada que llego del hospital, acabo con el pobre de Filipo. Mi pobre amiguito se lo llevó mi mal humor y energía.
Pero la anécdota no termina ahí. Un día, alguien me regaló un helecho… de plástico. Sí, de esos que solo hay que limpiar con un trapito y listo. Y adivinen qué pasó: también terminó feo, amarillento y mustio. ¿Cómo se muere una planta de mentira? Todavía me lo pregunto. Yo creo que mi casa tiene una especie de aura anti-botánica que repele la vida vegetal.
Lo cierto es que en cada intento terminé riéndome de mí misma. Porque claro, yo hablándole a las plantas como si fueran pacientes: “tú puedes, respira, sigue creciendo”. Y nada. La única que parecía estar en terapia intensiva era yo, viéndolas marchitarse con mis cuidados fallidos.
Con el tiempo entendí que mi problema no era con las plantas, sino con la constancia. Una plantica, por más sencilla que sea, necesita atención: un poquito de agua, un poquito de sol, un chequeo rutinario. Y yo, con mi vida a mil, terminaba olvidándome hasta de regarlas.
Al final, mis intentos fallidos con la jardinería me dejaron una lección bonita: todo lo que vale la pena en la vida requiere cuidado y constancia. Sea una planta, un proyecto, una relación o incluso uno mismo. Si lo dejas al descuido, se seca. Si lo atiendes con paciencia, florece.
Hoy no tengo jardín ni paredes verdes para presumir, pero sí tengo claro que algún día volveré a intentarlo. Quizás empiece de nuevo con un cactus (aunque el primero me haya odiado) o con alguna plantica noble que aguante mis despistes. Y quién sabe, tal vez logre romper mi maldición botánica.
Mientras tanto, me río de mis fracasos de jardinera y de mi famoso helecho de plástico que murió en mis manos. Porque la vida, como las plantas, también se seca si no aprendemos a regarla con humor.
NOTA IMPORTANTE:todas las fotografías son de mi propiedad, tomadas desde mi dispositivo móvil, modelo I Phone 12.