Hay gente que tiene talentos extraordinarios: algunos pintan, otros cantan, otros cocinan como chefs. Yo, en cambio, tengo un talento un poco… diferente: soy experta en torpezas. No importa cuánto lo intente, siempre termino protagonizando alguna escena digna de una comedia.
Para empezar, tengo un doctorado en tropezar con lo invisible. No sé cómo lo hago, pero puedo caminar por un pasillo perfectamente despejado y aun así encontrar el único lugar donde mi pie puede engancharse. Resultado: un traspié elegante (o al menos eso intento que parezca).
Mi novio siempre se ríe porque aparecen pequeños hematomas en piernas y brazos de manera súper random, y las respuestas siempre son las mismas ¿Que te pasó ahí? Me tropecé con una incubadora, me golpee con la camilla, etc…
Y no hablemos de los derrames. Si hay un vaso cerca, puedes dar por hecho que terminará en el piso, sobre la mesa o, peor aún, encima de mí. Una vez, estaba hablando muy emocionada y, con un gesto de manos, mandé volando mi propio café. Ni en cámara lenta lo hubiera hecho tan preciso. Mis amigos ya ni se sorprenden; solo se ríen y me pasan servilletas como parte de un ritual bien aprendido.
Otra de mis habilidades es el arte de confundir cosas en público. Una vez saludé con efusividad a alguien convencida de que lo conocía… y no era la persona que yo pensaba. Sonreí, saludé, casi le doy un abrazo. El pobre me miró con cara de “¿y esta quién es?”. Trágame tierra. Pero lo peor es que esas cosas me pasan seguido, como si tuviera un imán para la vergüenza ajena.
También puede suceder en sentido inverso. Un día me saludó un muchacho súper simpático y me dice no y recuerdas de mi? Yo estudié contigo en el liceo. Y les juro que ni idea, su cara no me sonaba de nada. Así que decidí sonreír y asentir, fingir demencia, otro de mis grandes talentos.
Lo curioso es que, con el tiempo, he aprendido a querer esta parte de mí. Antes me daba mucha pena ser tan torpe; me frustraba sentir que siempre estaba metiendo la pata (literal y figurativamente). Pero ahora, cada caída, derrame o confusión se convierte en una anécdota que me hace reír y que, de paso, hace reír a los demás. Porque al final, ser torpe también tiene su encanto: te recuerda que eres humana, imperfecta, y que no pasa nada si no todo sale “bonito” o “perfecto”. De hecho, mis momentos más torpes suelen ser los que más se quedan en la memoria de quienes me rodean. Es como si esas pequeñas escenas ridículas fueran recordatorios de que la vida se disfruta más cuando nos atrevemos a reírnos de nosotros mismos.
Hoy puedo decir que mi torpeza es parte de mi identidad. Claro, todavía me encantaría aprender a caminar sin tropezar con el aire o a sostener un vaso sin pensar que está en peligro, pero mientras tanto me abrazo tal cual soy: un poquito desastrosa, pero auténtica.
Y quizá de eso se trate la vida: de aceptar que todos tenemos nuestras torpezas, ya sean visibles como las mías o invisibles como los miedos y dudas que cada quien carga. La clave está en no dejar que esas torpezas nos definan como un defecto, sino como una chispa que nos hace únicos, como parte de nuestro encanto.
Así que sí, soy torpe… pero también soy capaz de reírme de mí misma. Y esa, créanme, es la mejor habilidad que he desarrollado en todo este tiempo.
NOTA IMPORTANTE: Todas las imágenes son de mi propiedad, tomadas desde mi dispositivo móvil modelo I phone 12