Siempre he amado dormir. Cuando era un bebé mi mamá se preocupaba porque no lloraba, simplemente me dedicaba a dormir plácidamente todo el día y toda la noche. De niña un poco más grande fui de esas que podían caer en la cama a las nueve de la noche y no despertar hasta el otro día como nueva. El sueño era mi hobby, mi talento oculto, mi terapia. Pero entonces llegó la residencia… y con ella descubrí lo que significa ser una dormilona frustrada.
De repente, mis ocho horas de sueño se transformaron en microsueños de veinte minutos. Mi cama dejó de ser mi lugar favorito y se convirtió en un lujo. El concepto de siesta también cambió: ya no es ese placentero descanso de domingo después del almuerzo, ahora significa cerrar los ojos cinco minutos en la silla más incómoda del hospital… y aun así sentir que tocaste el cielo.
He dormido en los lugares más insólitos: Sentada en el transporte público, con la cabeza rebotando contra la ventana. En la sala de descanso, con el estetoscopio aún colgando del cuello. En la visita familiar, mientras todos hablaban y yo estaba al fondo abrazando una almohada invisible.
Lo más gracioso es que uno aprende a reconocer el valor de un micro-sueño. A veces basta con cerrar los ojos diez minutos para recargar baterías y enfrentar el mundo como si hubieras dormido ocho horas (spoiler: no, pero igual lo intentas).
Eso sí, el mejor momento del día siempre será el post guardia. No hay spa, masaje o ritual de relajación que se compare con la gloria de llegar a tu casa, quitarte los zapatos y caer en los brazos de morder. Esa sensación de hundirse entre las sábanas después de haber sobrevivido a 24 horas sin parar es indescriptible. Es como si la cama te abrazara y te dijera: “Tranquila, ya pasó, aquí estoy para ti”.
Lo cómico es que ahora, cuando alguien me dice: “Ay, estoy cansadísima, solo dormí seis horas”, me dan ganas de reír con ternura. Seis horas es un sueño de reyes para un residente. Nosotros funcionamos con mucho menos y con café como gasolina oficial.
Y aun así, entre tanta privación de sueño, uno descubre algo curioso: la capacidad de adaptarse. Te das cuenta de que tu cuerpo resiste más de lo que creías, que puedes seguir sonriendo a pesar del cansancio y que, aunque las ojeras se vuelvan parte de tu identidad, lo que haces vale la pena.
Hoy me defino orgullosamente como una dormilona frustrada. Sí, extraño mis ocho horas seguidas, mis domingos de descanso eterno y las siestas largas. Pero también agradezco esta etapa, porque me enseñó a valorar cada minuto de sueño como si fuera oro. Y cuando, algún día, vuelva a dormir de corrido sin alarmas ni pacientes esperando, sé que lo disfrutaré como nunca antes.
Mientras tanto, aquí sigo: soñando despierta con dormir… y aprendiendo que incluso en la falta de sueño hay lecciones de vida. Por ahora me despido, nos vemos en la siguiente publicación.
NOTA IMPORTANTE: todas las imágenes son de mi propiedad, tomadas desde mi dispositivo móvil modelo I phone 12