
Hay días en los que el cuerpo despierta, pero el alma no. Te levantas porque hay que hacerlo, porque la rutina te empuja, porque hay un deber esperando del otro lado del espejo. Te vistes, desayunas, te preparas… y, sin embargo, algo dentro de ti no arranca. Eso me pasó hace unos días. No fue flojera, ni simple pereza. Fue cansancio mental. De ese que se mete entre los huesos, que no se cura durmiendo ni comiendo bien, que no se quita con un café ni con buena música. Es ese tipo de agotamiento que se siente como si la mente hubiera dicho: “Hasta aquí llego por hoy”.
Normalmente, cuando me levanto sin ganas, logro convencerme de seguir. Me repito que solo es cuestión de empezar, que todo mejora al poner un pie fuera de la casa. Pero ese día no. Ese día me quedé en el mueble, hecha bolita, sin poder moverme. No quería llorar, pero tampoco podía hacer otra cosa. Estaba vacía.Y me asustó. Porque no estamos acostumbrados a hablar de eso.

De lo difícil que es cuando la máquina de trabajo, esa que siempre produce, que siempre responde, colapsa. Nadie nos enseña a reconocer los síntomas de ese colapso. Nos enseñan a resistir, a “ser fuertes”, a “no quejarnos”. Pero ¿qué pasa cuando la fortaleza se agota? A veces el cansancio mental llega sin aviso. Empieza con pequeñas señales: la impaciencia, el desgano, la tristeza sin motivo, esa sensación de que nada emociona, de que todo da igual. Y un día, simplemente, el cuerpo y la mente deciden detenerse.
Evidentemente esto no es algo que en mi trabajo pudiesen comprender, por eso me tocó mentir y decir que estaba enferma, porque al parecer a pesar de ser del gremio de la salud, nadie se interesa realmente por la salud mental, que al final es parte fundamental para mantenerse vivo, estable, o al menos eso fue lo que un día me dijeron en la teoría del concepto de salud (estado de bienestar biopsicosocial).
Creo que no se trata de debilidad. Se trata de humanidad. Somos seres que sienten, que cargan con emociones, historias, miedos, presiones, responsabilidades… y sí, llega un punto donde todo eso pesa demasiado. Ese día, en el mueble, entendí que mi mente también necesitaba que la cuidara. Que así como descanso las piernas después de un turno largo, también debía descansar las ideas, las preocupaciones, las exigencias. No con más horas de sueño, sino con pausas reales: respirar, desconectarme, no exigirme tanto.

Hablar del cansancio mental debería ser tan normal como hablar del cansancio físico. Porque nadie puede dar lo mejor de sí si está agotado por dentro. A veces no se trata de dormir más, sino de detenerse un poco y escucharse.
Hoy sigo cansada, pero más consciente. Entendí que no puedo seguir funcionando como una máquina sin aceite. Que no siempre tengo que poder con todo, que descansar también es parte del trabajo, y que decir “no puedo más” no es rendirse: es comenzar a sanar.
Espero que disfrutaran de esta pequeña pero muy honesta reflexión, por los momentos me despido, nos vemos en una próxima publicación.
NOTA IMPORTANTE: Todas las imágenes son de mi propiedad tomadas desde mi dispositivo móvil modelo I Phone 12