Nunca pensé que algún día iba a decir esto, pero oficialmente soy madre de búlgaros. Sí, leíste bien. No de gatos, no de plantas, sino de esos pequeños granos mágicos que producen kéfir. La historia empezó de la manera más inesperada: estaba en la residencia, en ese ratito de descanso en que una se pone a scrollear sin rumbo en TikTok, y me salió un video sobre los beneficios del kéfir. Yo, con mi curiosidad intacta, me puse a ver varios, y me di cuenta que existe toda una comunidad que se dedica a publicar recetas y cuestiones sobre estos pequeños amiguitos.
En eso, como si la ley de atracción funcionara como nunca antes, una doctora me escuchó y me dijo: —“Yo cultivo kéfir, ¿quieres que te regale?”
¿Y qué iba a responder? ¡Obvio que sí! Fue así como, de la nada, terminé adoptando dos nuevas responsabilidades: unos búlgaros de agua y otros de leche. Mis pequeños y consentidos hijos a partir de ese momento.
Desde entonces, me convertí en esa persona que jamás imaginé ser: la señora que cría búlgaros con orgullo. Los de agua son simpáticos, pero confieso que me enamoré perdidamente de los de leche. Su cremosidad, su sabor suave y lo versátil que son… ¡es una maravilla! Cada día invento un sabor distinto: los mezclo con frutas, los endulzo con un poco de miel, hasta los uso en batidos. Es como tener un laboratorio de postres saludables en casa.
Pero más allá del sabor, lo que más me sorprendió fue cómo empecé a sentirme. Antes era muy común que después de comer quedara con el estómago pesado, inflamada, con acidez o esa sensación incómoda de distensión abdominal. No era nada grave, pero sí molesto y constante. Desde que empecé a tomar kéfir de leche, eso cambió. Ahora evacúo mejor, todos los días y sin esfuerzo. Mi estómago ya no es una bomba de gases lista para explotar, y esa pesadez incómoda se fue. Me siento más ligera, con más energía y hasta con mejor ánimo.
Es increíble cómo un cambio tan sencillo puede transformar tanto la manera en que te sientes. Y no es magia: el kéfir está lleno de probióticos, esas bacterias buenas que ayudan a equilibrar la flora intestinal. Es como darle un ejército de refuerzo a tu sistema digestivo. Lo curioso es que, además de los beneficios físicos, mis búlgaros me han dado una nueva rutina que disfruto muchísimo: cuidarlos. Sí, me escuché y suena gracioso, pero es verdad. Los alimento, los reviso, los consiento. Es como tener una plantita o una mascota, pero en versión microscópica y burbujeante. Y, de alguna manera, ese acto de cuidarlos me conecta conmigo misma. Es como recordarme que si soy capaz de cuidar algo tan pequeño y frágil, también debo cuidarme a mí.
Hoy puedo decir que me siento feliz con mi vida de “mamá de búlgaros”. Puede sonar a chiste, pero detrás de ese título hay algo profundo: a veces, el bienestar llega de formas inesperadas, en detalles pequeños, en regalos sencillos como un frasquito de kéfir. Quién diría que entre guardias, pacientes y desvelos, iba a encontrar alivio, salud y hasta alegría en estos granitos vivos. Así que sí, oficialmente me he convertido en esa señora que cría búlgaros… y me encanta.
por los momentos me despido, nos vemos en la siguiente publicación. Si tienes algún consejo para esta primeriza madre de búlgaros, los leeré con gusto
NOTA IMPORTANTE: todas las imágenes son de mi propiedad tomadas desde mi dispositivo móvil modelo I Phone 12