A veces me preguntan por qué elegí pediatría… Saben la típica pregunta que uno nunca sabe responder.
Después de 3 años he reflexionado mucho al respecto, y creo que con las últimas vivencias como R3, y creo que por fin tengo algo bueno para decir. Así que hoy vamos con este discurso.
La verdad es que no fue solo una elección. Fue una especie de llamado. Una conexión profunda con esa etapa de la vida en la que todo es posible, en la que una sonrisa tiene más poder que cualquier medicamento.
Ser pediatra no es simplemente tratar enfermedades infantiles. Es aprender a comunicarte con miradas, gestos, tonos de voz suaves. Es convertirte en traductora de síntomas cuando los pacientes no hablan del todo, o cuando lo hacen con dibujos, ruidos o lágrimas. Es convertir una bata blanca en capa de superhéroe y a veces en escudo de protección. Es magia pura…
Este camino no ha sido fácil. Las guardias son largas, los diagnósticos a veces inciertos, y no todas las historias tienen finales felices. Pero cada día, al entrar a una habitación y ver esos ojitos curiosos, todo cobra sentido.
He aprendido que un niño no miente cuando dice que algo duele, y tampoco cuando te abraza sin pedir permiso. He descubierto que el juego puede ser una herramienta diagnóstica y que una burbuja de jabón puede bajar una fiebre emocional. He visto a los más pequeños ser increíblemente valientes, enfrentar tratamientos complejos, inyecciones, sondas, diagnósticos difíciles… y aún así regalarte una sonrisa.
Cada niño que he atendido me ha dejado una huella. Algunos me enseñaron a tener paciencia, otros a ser más creativa, y muchos me recordaron que el humor —el bueno, el ingenuo, el simple— también sana. En sus mundos, no hay jerarquías ni estatus: si eres amable y divertida, te ganas un lugar. Y ese lugar vale oro.
Hoy, viendo las fotos de estos años, me emociono. No solo porque crecí como médica, sino porque me volví más humana. Porque entendí que la medicina también es un acto de amor, de entrega y de presencia real. Que una consulta no siempre se mide por el diagnóstico perfecto, sino por la experiencia compartida.
Ser la doctora de los niños es un privilegio. Un honor. Un viaje lleno de colores, preguntas inesperadas, mocos, carcajadas, juguetes rotos y corazones enteros y escuchar sin parar abejita chiquitita o la vaca Lola.
Y si me tocara elegir de nuevo, volvería a este camino una y mil veces.