Si me hubieras preguntado hace unos años qué especialidad iba a elegir, no estoy segura de qué te habría dicho. Como muchos, pasé por esa etapa en la que me gustaban varias cosas a la vez, donde todas las ramas parecían interesantes, pero ninguna me hacía sentir en casa. Hasta que llegó la pediatría… o mejor dicho, hasta que la pediatría me encontró a mí.
Si me siguen desde hace tiempo, saben que durante mucho tiempo me incliné hacia medicina interna, incluso estoy casi segura de que en algún post escribí en mis tiempos de estudiante que sería de todo menos pediatra, porque respetaba la paciencia que tenían dichos profesionales con los pequeños. Y bueno, la vida da muchas vueltas, y aquí estamos a 140 días de convertirme en pediatra y puericultor.
No fue una decisión racional, de esas que se hacen con listas de pros y contras. Fue más como un llamado silencioso, que se coló en los pequeños momentos: en el primer niño que atendí en prácticas, en la ternura con la que una mamá envolvía a su bebé mientras me explicaba lo que sentía, en la forma en que los niños te miran directo al alma, sin filtro, sin juicio, un conjunto de cosas que me decían, este es tu lugar…
A veces creo que la pediatría me eligió incluso antes de que yo lo supiera. Como si desde siempre hubiera estado destinada a estos colores, estos juegos, estos diagnósticos tan particulares que combinan ciencia y humanidad en una proporción exacta.
Entrar al postgrado fue como abrir una puerta a un universo nuevo. Aprendí que ser pediatra no es solo saber manejar infecciones, vacunas, o curvas de crecimiento. Es saber leer gestos, traducir llantos, ganarte la confianza de un paciente que a veces ni siquiera puede hablar. Es jugar mientras curas, cantar mientras auscultas, negociar con dulces, dibujos o cuentos. Y eso de alguna manera es lo que define a María, es parte de lo que soy.
Pero también es un acto de valentía. Porque trabajar con niños implica involucrarte profundamente. No puedes hacerlo a medias. Cuando un niño sufre, lo sientes. Cuando mejora, lo celebras. Y cuando se va… se te rompe algo adentro.
Hubo días en que llegué a casa con el corazón pesado. Y otros en los que no paraba de sonreír por el gesto más simple: un abrazo, un “te quiero, doctora”, una risa inesperada después de una punción difícil. Aprendí que ellos te devuelven el doble de lo que les das,
Hoy, a 138 días de la graduación, miro hacia atrás y lo entiendo con claridad: la pediatría me eligió no solo porque me hace feliz, sino porque me transforma. Me recuerda quién soy cuando todo lo demás se pone borroso. Me exige ser paciente, empática, creativa… y sobre todo, humana.
Y si alguna vez tuve dudas, se me borran cuando un niño me agarra la mano sin miedo, cuando una mamá me mira con esperanza, o cuando descubro que mi presencia puede marcar una diferencia real en la vida de una familia.
No sé a dónde me llevará este camino. Lo que sí sé es que voy a recorrerlo con todo el corazón. Porque esta especialidad no es un lugar al que llegué por casualidad. Es el lugar donde siempre debí estar. Aún hay muchos sueños y metas por cumplir, pero aquí vamos un paso a la vez.
PD: Todas las imágenes son de mi propiedad, tomadas desde mi dispositivo móvil modelo I Phone 12