Hace seis años me enamoré por primera vez y creí haber encontrado al amor de mi vida, aunque sólo tenía quince (quince miserables años).
Aquella chica era una diosa, una joven y malvada diosa: tenía una cruel manera de enamorarme y de hacerme sentir culpable por cada cosa que le disgustaba.
Pero yo era feliz, o eso creía, pues me sentía encantado y hechizado por su sonrisa.
Ella me hacía daño y yo a ella por engañarme a mí mismo creyendo que eso era real.
Maldición, sólo tenía quince años, ¿qué podía conocer yo del amor a esa edad?
Todo era muy divertido hasta que ella enloquecía sin sentido y me hundía haciéndome sentir un perdedor.
Yo sólo pensaba que éramos demasiado jóvenes y que aún necesitábamos aprender mucho más de la vida.
Pero después de tanto aguante, ella se fue y yo también lo hice:
nos perdimos.