Con Miel... Se Atraen Mas Moscas... / Relato Terror

@mole5852 · 2025-08-19 13:00 · Literatos

—¡Juan!… ¡JUAN! —la voz de Magi atravesó la sala como un latigazo. Juan dejó lo que hacía y caminó hacia ella. Allí estaba, de pie, con los brazos cruzados, esa expresión que ya le era tan familiar: molestia… otra vez. Él no necesitaba adivinar; sabía que algo, mínimo o invisible, había detonado su enojo.

—¡Mira! —dijo ella, molesta, clavando sus ojos en él. —¿Qué? —preguntó Juan, fingiendo ignorancia, intentando ocultar la incomodidad que le hervía en el pecho. —¡ESO! —exclamó, señalando con el dedo, su voz más aguda que de costumbre.

Juan siguió la dirección de su mano, buscando algo fuera de lugar, pero no veía nada. Entonces ella, en un gesto brusco, se agachó y levantó sus sandalias, colocadas junto al sillón del que él se había levantado minutos antes. Juan no era de usar sandalias en casa, pero, en sus idas y venidas a la calle, solía dejarlas por donde cayeran.

—¡Hasta cuándo tengo que decirte que las dejes allá! —gritó, acercándose—. ¡Allá! —y, sin advertencia, le golpeó el rostro con las sandalias. —No tienes por qué ponerte así —replicó Juan, molesto—. No estaban tiradas… podían quedarse allí. Si me lo decías, las movía. —¡Estoy harta de repetirlo! —escupió ella, antes de lanzarlas al suelo con tal fuerza que una se rompió.

—¿Ves? —dijo, con frialdad—. Por tu culpa, ya no sirven. Bota esa porquería.

Se dio media vuelta y se fue. Juan quedó inmóvil. El temblor le subió por los brazos hasta el cuello. Se agachó, tomó las sandalias y, con un impulso que no pudo contener, las arrojó a la basura con violencia. Se llevó las manos al rostro, intentando sofocar algo que crecía en su interior. La tarde había sido buena: salidas, risas, comida… y, en segundos, todo se quebraba como un vaso contra el suelo.

Aquellos episodios eran cada vez más frecuentes. Magi parecía encontrar un motivo para enfadarse en cualquier cosa que él hiciera. Juan, como castigo silencioso, dejaba de hablarle, esperando que eso le hiciera ver su error. Pero no funcionaba: él siempre era quien terminaba acercándose, pidiendo disculpas. Ella las aceptaba, sin devolver el gesto.

Un día, después de una jornada agotadora y recados interminables que ella le había encargado —incluyendo dos horas de espera en una oficina—, él le preguntó por qué no podía recoger el pedido otro día. —No quería esperar —respondió con indiferencia.

Era así siempre: exigencias que pesaban como piedras, mientras ella se mantenía en su trono invisible.

Ese dia luego de un duro trabajo, recados de magi y un trafico terible...

El le llevó su comida favorita. Cuando llegó, ella lo recibió con sonrisas y abrazos. Comieron, vieron la televisión y, después, él recogió todo, fregó los platos y dejó la cocina limpia.

Hasta que volvió a escucharlo: —¡Juan! ¡JUAN! —el grito cargado de veneno. Él se acercó, y ahí estaban… sus sandalias.

—¿En serio…? —murmuró él. Ella las levantó y se las lanzó, gritando que estaba harta, que nunca hacía nada, que si ella no movía un dedo, la casa se caería a pedazos.

Algo se rompió dentro de él. No pensaba, no sentía… solo un vacío hirviente. Un rugido salió de su garganta, y comenzó a golpearse la cara. Golpeó las paredes, tomó las sandalias y las destrozó contra el suelo hasta reducirlas a trozos.

Magi lo miraba sin saber qué decir. Juan dejó salir todo lo que había contenido durante años. Ese día, algo cambió.

En las semanas siguientes, él se volvió más atento: recordaba las tareas, se adelantaba a sus pedidos, le repetía, con una sonrisa, “con miel se atraen más moscas”. Cocinaba para ambos, limpiaba la casa… Pero Magi empezó a cambiar: adelgazó, se volvió fría, distante. Él, incluso, llegó a extrañar los gritos.

—¿Qué te pasa? —preguntaba, pero ella desviaba la mirada.

La casa comenzó a oler extraño. Un olor espeso, difícil de quitar. Juan se mantenía activo, limpiando, intentando complacerla, pero dentro sentía que algo se desmoronaba. Dejó de ir a trabajar. Apenas comía. Y ella, cada día, parecía más ausente.

Desesperado, llamó a sus suegros. Vinieron sin avisar. Abrieron la puerta… y la vieron: Magi, inmóvil, demacrada, la piel pegada a los huesos. Un golpe en la cabeza, un rostro amoratado.

Muerta...

Rodeada de moscas...

Juan estaba sentado junto a ella, sosteniéndole la mano con ternura, los ojos perdidos, preguntando con voz quebrada:

—¿Qué pasa?

...

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