La casa siempre olía a polvo y a chocolate barato.
Gladis se sentaba en el suelo de su habitación, con las piernas cruzadas y una muñeca de trapo hecha por ella misma en el regazo.
Afuera, su madre discutía con alguien por teléfono. —Sí, ya sé que está gorda, ¿y qué? —gruñó la voz—. Que vaya a jugar con los demás, como hacen todos los niños.
El amor y ternura que su madre no le daba, era sustituido por fastidio y compromiso.
Gladis bajó la mirada y acarició el cabello enredado de su muñeca.
Sus muñecas nunca le pedían que saliera, nunca se reían de su ropa vieja ni de su olor.
Ellas solo escuchaban.
En la escuela, la historia era distinta.
Miradas torcidas, risitas, susurros. Sus manos sudaban cuando intentaba acercarse a algún grupo, y siempre volvía sola.
Por eso prefería su habitación:
paredes estrechas,
luz tenue
y docenas de muñecas mirándola desde estantes y sillas.
Un ejército silencioso que la protegía.
Tenía un profundo aprecio por la soledad… Esa particularidad la hacía parecer un bicho raro ante sus compañeros de escuela, por lo que Gladis terminó aceptando la soledad como su refugio. Y se sentía bien de esa manera…
Gladis desde temprana edad tenia sobre peso y su madre, siendo parte importante de aquella obesidad… Después de lanzarle una bolsa de chocolate barato, se desligaba de ella con un cruel: “¡Mira lo gorda que estás!”.
Con eso, daba por terminada su “maternidad” del día y se marchaba, sumida en su amargura. Aquello llevó a Gladis a vivir desconectada de la realidad.
Gladis se refugiaba en su propio mundo, encerrada en sí misma. En aquella soledad encontraba paz… encontraba felicidad.
Un sitio seguro donde solo ella y sus muñecas bastaban para sentirse completa…
A los dieciocho años, un día llegó a su casa y descubrió que sus muñecas ya no estaban.
Su madre, con absoluta frialdad, le dijo que las había regalado. Que ya era una mujer y resultaba anormal que se encerrara con esas cosas.
Gladis, en un ataque de ira, empujó a su madre, quien arremetió contra ella. El forcejeo fue breve, áspero. Al final, Gladis se encerró en su cuarto y lloró hasta quedarse dormida. Pasaron días sin hablar. Entonces, una tarde, Gladis bajó con los ojos rojos y dijo: —Perdóname, mamá.
Tienes razón.
Voy a… intentar cambiar.
Su madre la miró con desconfianza, pero aceptó el abrazo. Desde entonces, algo cambió.
Empezaron a comer juntas, a charlar en el sofá, incluso a reírse por tonterías. La mujer parecía más amable; Gladis, más abierta. Incluso trajo algunas parejas a casa. Ninguna relación duraba, pero siempre terminaban “como amigos”, al menos según Gladis.
Su madre, aunque no aprobaba a todos, siempre sonreía y los recibía. Una noche de lluvia, Gladis entró al salón con dos tazas de té. —Gracias, mamá —dijo, sentándose junto a ella—. Por enseñarme a socializar… Si no hubiera sido por ti, no tendría los amigos que tengo ahora.
La madre tomada de la mano de su hija, le acarició el cabello con una sonrisa suave.
La habitación de Gladis había cambiado.
Ya no había estantes vacíos; ahora estaba llena otra vez.
Las muñecas eran distintas… más grandes… Sentadas en sillas, en la cama, alineadas contra la pared, todas con sonrisas tensas y cabezas que se ladeaban con un crujido seco.
En un rincón, su madre estaba inmóvil, con una mueca cosida a los lados de la boca, el hilo negro todavía tenso en la piel.
Su mirada vidriosa parecía seguir a Gladis mientras ella colocaba con cuidado una taza en sus manos rígidas.
—Listo, mamá… —susurró—.
Ahora sí, nunca voy a estar sola.
Entre las “muñecas” reconocía rostros: aquellos chicos que vinieron a cenar, la mujer que la ayudó en el mercado, el vecino que solía saludarla en la calle.
Todos quietos.
Todos suyos.
Gladis cerró la puerta.
Afuera, la lluvia golpeaba los cristales.
Y dentro estaban,
Las muñecas de Gadis...