"imagen creada con IA y modificada por mi persona, el personaje es mio"
El niño que soñaba con luchar
Desde que era pequeño, desde la primera vez que vi a dos gladiadores enfrentarse en un ring, golpeándose y estrellándose con furia, algo se encendió dentro de mí. Una pasión, una emoción, una chispa que, honestamente, nada más en la vida me ha vuelto a despertar de la misma manera.
Tuve la suerte de crecer justo al final de una era dorada, y presenciar el nacimiento de otra aún más intensa: la Attitude Era. Era el tiempo de los rebeldes, de la guerra entre compañías, de luchadores que parecían sacados de leyendas mitológicas.
Yo, siendo solo un niño, me sumergía en aquellas historias como si fueran reales. Me las creía. Las vivía. Celebraba las victorias con euforia y sufría las derrotas con una tristeza que no podía explicar. Cuando le hacían trampa a mi luchador favorito, gritaba con rabia; cuando un villano ganaba, lo odiaba con todas mis fuerzas. Aquello no era solo entretenimiento, era una serie de una vez por semana que marcaba mi vida. Esperaba ansiosamente que llegara el sábado por la noche, ya fuera solo o acompañado por amigos.
Nunca me gustaron los carros, ni el fútbol. El boxeo no me interesaba, y el UFC tampoco me movía un músculo. Pero la lucha libre... en aquel entonces... no es que me gustara:
Me apasionaba.
Y así crecí, amando la lucha, jugando con mis amigos y primos a las peleas, interpretando personajes: “Yo soy este, tú eres aquel.” Tenía los juguetes, los videojuegos... incluso hoy, todavía los compro.
Y, aunque era mi pasión, aunque soñaba con ser como mis ídolos, la verdad es que nunca hice nada real por lograrlo. Nunca moví un solo dedo.
Toda mi infancia la pasé con sobrepeso. En mi adolescencia, igual. Aunque en esa etapa decidí al menos fortalecerme. Empecé a levantar pesas. Me convertí en ese "gordito fuertecito". Pero mi cuerpo seguía siendo obeso.
Ya en la adultez, a los 18 años, tomé una decisión radical: cambiar mi alimentación por completo. Durante cinco meses eliminé por completo las harinas. Y sí, lo logré, Pasé de 260 a 175 libras.
Eso sí, era puro “músculo aguado”. Me di cuenta entonces que no bastaba con correr y eliminar los carbohidratos; también necesitaba ejercitarme correctamente.
El resultado fue un fracaso. Entré a trabajar y volví a subir de peso. Comenzó así una eterna búsqueda: ganar músculo sin engordar. Pasé años en ese vaivén.
Tomé otra decisión: empecé a consumir suplementos y batidos, y fui más constante al gimnasio. El problema es que nunca me gustó tomar agua. A veces, apenas un vasito al día.
Y un buen día, a los 25 años, lo pagué caro. Empecé a sentir un fuerte dolor en ambos costados de la espalda baja. ¿El diagnóstico? Falla renal aguda.
Terminé hospitalizado. Un año completo sin poder consumir proteína ni sal. A pesar de todo, nunca me dejé caer en la depresión. Me dije:
“Si así tengo que vivir, lo haré animado.” Y así fue.
Pasado el año, me recuperé. Volví a comer normal. Eso sí, estaba en los huesos. La dieta extrema me había dejado débil, flaco, irreconocible.
Y un buen día, navegando por videos de lucha libre —mi eterna pasión— descubrí algo: en mi país existía una academia de luha.
Contra todo pronóstico, decidí lanzarme. Me dije a mí mismo:
¿Por qué no?
Yo entrenaba siempre, hacía insanity, salía a correr... No tenía el mejor cuerpo, pero sí la mejor determinación.
Así que fui. Y, en mi cabeza, estaba lleno de ideas: quería lanzarme desde escaleras, usar sillas, ser el favorito del público… tal como cuando jugaba de niño con mis primos. Pero estaba a años luz de la realidad.
Cuando llegué allí, entendí que ese deporte se rige por algo mucho más grande que el show:
Disciplina. Respeto. Constancia. Sufrimiento. Dolor. Paciencia.
El entrenamiento era casi militar. Algunos vomitaban. Otros se desmayaban. Entrenábamos de tres a cinco horas al día, todos los días. Después de cada sesión, necesitaba antiinflamatorios para poder moverme.
Aprendí a lastimar mi cuerpo para protegerlo. Aprendí a caer sin aire y aun así levantarme. Y eso, por más técnica que tengas, no hay manera de evitarlo. Por eso entrenábamos hasta el límite. Para enseñarle al cuerpo a seguir sin fuerzas, sin oxígeno inmediato. A seguir incluso con una lesión.
Porque somos gladiadores.
No estamos ahí para “jugar” a la lucha libre.
Estamos ahí para:
Luchar.
Sufrir.
Golpear.
Ser golpeados.
Sangrar... y continuar.
Mis emociones eran un licuado: ira, rabia, diversión, frustración.
Pero había una constante que jamás desapareció:
La pasión.
Descubrí que ser luchador no era lo que yo creía. No era hacer lo que te diera la gana. Era entender que el ring es sagrado. Y faltarle el respeto puede costarte la salud… o la vida.
Esperé casi un año para tener mi primera lucha. Un año de práctica, de sufrimiento, de entrenamientos durísimos. Mi espalda estaba cubierta de hematomas por las cuerdas del ring.
Aun así, tenía que impulsarme de ellas una y otra vez.
Con dolor, sin dolor.
No importaba.
Muchos llegaban emocionados y luego se iban.
Los que quedábamos no era porque encontramos lo que esperábamos. Es porque encontramos algo mejor:
Una pasión real.
Un lugar sagrado.
Un Respeto profundo por el deporte.
Y eso que aún no hablo del momento más aterrador:
La primera lucha.
"imagen creada y modificada por mi persona, el personaje es mio"
Estás detrás de la cortina, esperando tu entrada.
Los nervios te recorren el cuerpo.
No sabes cómo te van a recibir. ¿Se burlarán? ¿Te ignorarán?
Déjame decirte algo:
No hay nada peor que un silencio indiferente.
Una vez sales de la cortina, todo cambia. En mi caso, me convertí en alguien más. La persona que escribe esto ahora y la que lucha con máscara... son dos personas completamente distintas.
Mis movimientos, mi voz, mis acciones... todo cambia. Son cosas que jamás haría sin máscara.
Y así salí. Me abuchearon. Algunos se burlaron. Otros aplaudieron. Y en cada aparición fui puliendo a ese personaje que habitaba dentro de mí. Poco a poco, el público fue reaccionando. Y esa reacción, aunque fuera en contra, es adictiva.
Le llamo “la droga del público”.
La indiferencia te mata. Pero si hay respuesta —aplauso o abucheo—, sabes que estás vivo.
Con cada lucha analizaba mis errores. Intentaba mejorar. Pero ya con 27 o 28 años, el cuerpo no responde como a los 20. Las lesiones llegaron:
Cráneo abierto
Costilla fisurada
Ambos codos rotos
Rodilla lesionada
Pie fracturado
Hombro dislocado
Semihernia discal
Desgarro abdominal
Hoy en día vivo con varios dolores por todo lo que hice en ese ring. Y aun así, si logro resolver algunas cosas personales, volvería a luchar. A pesar de todo.
Porque no solo amé ver lucha libre. Amo luchar. Amo entrenar con pasión. Amo la energía que teníamos todos en ese entonces.
Había fuego en cada entrenamiento.
Había sufrimiento, sí… pero todos con la misma mentalidad:
No rendirse.
Nunca gané dinero por luchar.
Es más, terminé tantas veces en hospitales por puntos y lesiones que parecía el cliente del mes. Pero ¿saben qué?
Valió la pena.
Me retiré temporalmente por una lesión de rodilla. Han pasado casi cuatro años. Hoy, esa rodilla ha mejorado. Y dentro de mí hay un fuego que vuelve a arder:
“Ya estás mejor... volvamos al ring.”
Pero ahora sé que la pasión también requiere responsabilidad. Hay familia. Hay compromisos. Todo debe hacerse con cabeza.
Aun así, lo digo con orgullo:
Amo haber sido luchador y Amo luchar.
Y espero que, algún día —pronto—, pueda ponerme mi máscara en el centro del ring y,
por una noche más…
Permitirle ser
una vez mas...
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